1ª Lectura: Isaías 65,1.6-7.
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Probablemente posterior al regreso del Destierro, este oráculo, fiel a la tradición universalista de los grandes profetas (cf. Is 45,14ss), proclama a un Dios abierto, sin fronteras étnicas ni políticas. Para los prosélitos (extranjeros convertidos al judaísmo) también están abiertas las puertas de la Casa de Dios, una casa que es casa de oración. Para entrar en ella es suficiente amar el nombre del Señor, practicar la justicia y perseverar en su alabanza.
2ª Lectura: Romanos 11,13-15. 29-32.
Hermanos: A vosotros, gentiles, os digo: Mientras sea vuestro apóstol, haré honor a mi ministerio, por ver si despierto emulación en los de mi raza y salvo a alguno de ellos. Si su reprobación es reconciliación del mundo, ¿qué será su reintegración sino un volver de la muerte a la vida? Los dones y la llamada de Dios son irrevocables. Vosotros, en otro tiempo, desobedecisteis a Dios; pero ahora, al desobedecer ellos, habéis obtenido misericordia. Así también ellos que ahora no obedecen, con ocasión de la misericordia obtenida por vosotros, alcanzarán misericordia. Pues Dios nos encerró a todos en la desobediencia para tener misericordia de todos.
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Nada ni nadie está definitivamente perdido. Pablo hace una lectura peculiar del alejamiento provisional de Israel. Todo forma parte del designio salvador de Dios. Los dones y la llamada de Dios son irrevocables. Dios es fiel, y no se desdice ni se olvida. Esta certeza alimenta la fe del apóstol respecto de sus hermanos judíos. Si el actual “rechazo” ha producido tanto fruto a los paganos, ¿qué ocurrirá el día de su “reincorporación”? Por eso invita a no levantar fronteras ni a atrincherarse tras ellas: nada de anatemas; hay que recuperar el lenguaje del amor y la misericordia comprensiva.
Evangelio: Mateo 15,21-28.
En aquel tiempo, salió Jesús y se retiró al país de Tiro y de Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo. Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se acercaron a decirle: Atiéndela que viene detrás gritando. Él les contestó: Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel.
Ella los alcanzó y se postró ante él, y le
pidió de rodillas: Señor, socórreme.
Él le contestó: No está bien echar a los
perros el pan de los hijos.
Pero ella repuso: Tienes razón, Señor; pero
también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.
Jesús le respondió: Mujer, qué grande es tu
fe: que se cumpla lo que deseas.
En aquel momento quedó curada su hija.
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Tres momentos pueden detectarse en este
relato: narración, instrucción y corrección. Comparado con el paralelo de Mc 7,24-30 se advierten
algunos matices peculiares. Jesús, tras la disputa con los fariseos (Mt
15,1-20), sale a tierra extranjera. Y allí tiene lugar la escena, protagonizada
por el drama de una madre pagana. Aparentemente Jesús se mueve dentro de los
cánones de la ortodoxia judía, pero obrando así pone al descubierto la
inhumanidad del sistema. Los mismos discípulos, aunque por otros motivos le
piden que atienda a esa mujer. Finalmente, Jesús salta las fronteras y realiza
el milagro, porque allí, en aquella mujer, había una grande fe. Es la narración. A partir de ahí el relato se
convierte en instrucción a una
comunidad de cristianos provenientes de judaísmo que miraban con prejuicios y
reticencias la apertura a los paganos, y, finalmente, puede leerse también como
una corrección de conductas
aislacionistas y sectarias, mostrando cómo Jesús se acercó a todas las
personas, superando fronteras geográficas y religiosas.
REFLEXIÓN
PASTORAL
No hay limitaciones geográficas ni étnicas
al amor de Dios. Jesús traspasa todas las fronteras (Ef 2.14). Dios no
discrimina, y nos urge a no discriminar (1ª lectura). Es, también, el mensaje
de la segunda lectura: “… pues Dios nos encerró a todos en desobediencia,
para tener misericordia de todos” (Rom 11,32); no hay méritos que
justifiquen su amor. Es gratuito.
La vía de acceso a Dios está abierta a los
que guardan el derecho y practican la justicia (Is 56,1; Hch 10,34-35), y a los
que creen.
¿Y qué es creer? No es solo saber y
aceptar intelectual y afectivamente unas verdades; hay que acogerlas
efectivamente, o, mejor, hay que acogerse efectivamente a la Verdad, dejarse
inundar por ella. Creer es integrar la vida en el designio de Dios -“Señor,
¿qué quieres que haga?” (Hch 22,10)-, e integrar el designio de Dios en la
vida -“Hágase en mí, según tu palabra” Lc 1,38)-. La fe es acogida y
entrega; recepción y donación.
Es aceptar sin reticencias el señorío de
Dios en la vida. Recrear cada día, en el horizonte concreto del hermano, el
amor con que Dios nos ama (1 Jn 4,16). Amor misericordioso, que no espera a que
seamos buenos para amarnos, sino que nos hace buenos al amarnos; por eso es
creador y redentor.
Mensaje que adquiere toda su fuerza en
esta escena evangélica: Jesús entra en contacto con lo heterodoxo: tierra
extranjera y mujer extranjera, que le suplica no con oraciones rituales sino
con gritos de dolor. Los discípulos, queriendo deshacerse del problema, le
piden que intervenga. Jesús da una respuesta desconcertante: “Solo me han
enviado a las ovejas descarriadas de Israel” (Mt 15,24). Con ella, más que
expresar sus sentimientos personales, Jesús parece subrayar lo ridículo que son
los sectarismos y apriorismos del judaísmo.
Cuando, postrada a sus pies, la mujer le
suplica, con el corazón roto, por la salud de su hija, Jesús continúa en el
mismo tono de la ortodoxia judía: no hay que desperdiciar el pan de los hijos.
Y la mujer, madre sobre todo, asume la aparente matización, porque no está allí
para discutir de privilegios, sino para arrancar de Jesús la curación de su
hija. Está dispuesta solo a las migajas.
Y, ante la fe de aquella mujer, Jesús
parece desmoronarse. Y aquí es donde
quería llegar Jesús: la fe no tiene fronteras. Y esa fe arranca el milagro,
pero sobre todo una gran lección: “Mujer, qué grande es tu fe” (Mt
15,28), porque “todo es posible para el que cree” (Mc 9,23).
Y ¿qué es
la fe? Para hablar de la fe en Dios, primero hay que considerar la fe de Dios,
porque Dios es creyente, y modelo de creyentes.
Como el amor
no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó
primero (1 Jn 4,10), tampoco la fe consiste en que nosotros hayamos creído en
Dios, sino en que El ha creído primero en nosotros. Porque Dios es Amor y Fe. Y
ese Amor y esa Fe son el amor y la fe que nos salvan, y que nos urgen.
El creyente
no es un conquistador; es solo, y nada menos, un ser descubierto por Dios, y
un descubridor agradecido de las huellas
de Dios, que siempre le precede (Sal 139). Antes de ser creyente, el hombre ha
sido creído, y fue Dios el primero que creyó en él, hasta crearlo y entregarle
su creación (Gen 1,27-29).
Y no fue
éste su último acto de fe. A pesar del hombre, de su pecado, Dios siguió
creyendo en él hasta hacerse hombre. Jesucristo es la profesión más perfecta de
la fe de Dios en el hombre, por eso es también la formulación más perfecta de
la fe del hombre en Dios. Es a esa fe a la que adhirió la cananea y a la que
nos adherimos nosotros.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.-
¿Cómo es mi fe? ¿Teórica, ritual…? O ¿creativa, vivencial e interpelante?
.-
¿Con qué la alimento?
.-
¿En qué la concreto?
DOMINGO J.
MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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