1ª Lectura: II Macabeos 7,1-2. 9-14.
En aquellos días, arrestaron a siete hermanos con su madre. El rey los hizo azotar con látigos y nervios para forzarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la ley. El mayor de ellos habló en nombre de los demás: ¿Qué pretendes sacar de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres. El segundo, estando a punto de morir, dijo: Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero cuando hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna. Después se divertían con el tercero. Invitado a sacar la lengua, lo hizo en seguida y alargó las manos con gran valor. Y habló dignamente: De Dios la recibí y por sus leyes las desprecio; espero recobrarlas del mismo Dios. El rey y su corte se asombraron del valor con que el joven despreciaba los tormentos. Cuando murió éste, torturaron de modo semejante al cuarto. Y, cuando estaba a la muerte, dijo: Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida.
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Junto con Dan 12, 2, este es el testimonio más explícito de la fe en la resurrección de los muertos de todo el AT. El pueblo de Israel, si siempre confió su existencia a Dios -“pues los que esperan en ti no quedan defraudados” (Sal 25,3)-, fue madurando progresivamente en la formulación de esa fe, porque la fe crece en la medida en que se vive. Ya en el libro de la Sabiduría se afirma que Dios creó al hombre para la inmortalidad (2,23; cf. 3,1-7). El texto de 2 Macabeos da un paso adelante: no solo afirma la inmortalidad sino la resurrección. Es esa fe en la resurrección la que hace audaces a los jóvenes mártires. No se trata de actitudes fundamentalistas -la observancia de unas normas legales-, sino de la convicción hecha vida de la prioridad de Dios.
2ª
Lectura: II Tesalonicenses 2,15-3,5.
Hermanos: Que Jesucristo nuestro Señor y Dios nuestro Padre -que nos ha amado tanto y nos ha regalado con un consuelo permanente y una gran esperanza- os consuele internamente y os dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas. Por lo demás, hermanos, rezad por nosotros, para que la palabra de Dios siga el avance glorioso que comenzó entre vosotros, y para que nos libre de los hombres perversos y malvados; porque la fe no es de todos. El Señor, que es fiel, os dará fuerzas y os librará del malo. Por el Señor, estamos seguros de que ya cumplís y seguiréis cumpliendo todo lo que os hemos enseñado. Que el Señor dirija vuestro corazón, para que améis a Dios y esperéis en Cristo.
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Nos encontramos al final de la carta, y el Apóstol,
como de pasada, deja unas cuantas indicaciones de gran calado: pide la
consolación y la fortaleza de Dios para la comunidad, porque solo de él pueden
venir -“es Dios quien activa el querer y
el obrar” (Flp 2,13)- al tiempo que recuerda el gran regalo que Dios nos ha
hecho, el de su amor. Y, consciente de los peligros que acechan al proceso
evangelizador y a él, personalmente, solicita la oración de la comunidad. Afirmando
que “la fe no es de todos” advierte
que la fe no es de nadie, es un don de Dios, y que solo desde la fe se entiende
el proyecto de Jesús. El creyente ha de ser consciente de su “especificidad”.
Evangelio:
Lucas 20,27-38.
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos
que niegan la resurrección y le preguntaron: Maestro, Moisés nos dejó escrito:
‘Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la
viuda y dé descendencia a su hermano´. Pues bien, había siete hermanos: el primero
se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así
los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la
resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado
casados con ella.
Jesús les contestó: En esta vida hombres y mujeres se
casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección
de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir; son hijos de
Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el
mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: ‘Dios
de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob´. No es Dios de muertos sino de vivos:
porque para Dios todos están vivos.
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La escena presenta un debate doctrinal dentro del judaísmo contemporáneo a Jesús respecto del tema de la suerte de los difuntos. Las dos posturas dominantes -solo inmortalidad (saduceos)-, inmortalidad y resurrección (fariseos)- aparecen enfrentadas. Jesús comparte la creencia farisea. Frente al planteamiento “espiritualista” (solo el alma) de los saduceos, Jesús defiende un planteamiento más “integrador”: toda la realidad personal (alma y cuerpo) quedará asumida. Y lo argumenta desde la fe de Israel profesada por Moisés. Todo el proyecto humano creado por Dios es el llamado a la resurrección, que es más que la reanimación de un cadáver: es la incorporación definitiva al gran resucitado Jesucristo, “primogénito de los muertos” (Col 1,18; cf. I Co 15,20-23)
REFLEXIÓN PASTORAL
En el marco del mes de Noviembre, en que todos,
seguramente, hemos orientado nuestros pasos y sobre todo nuestro corazón al
recuerdo de nuestros difuntos, para depositar unas flores en sus tumbas y
elevar una oración por ellos, puede encajar muy bien este fragmento del
evangelio de san Lucas. El día 2 de Noviembre para muchos absolutiza demasiado
el tema de la tierra, de la tumba…, y difumina lo que debe ser fundamental: la
vida, el cielo…
Con la historia de la mujer que había ido enviudando
sucesivamente en siete ocasiones, los saduceos, que no creían en la
resurrección, quieren poner en aprietos a Jesús. Su argumentación no logra, sin
embargo, enredarle. Y de una pregunta curiosa, formulada desde el escepticismo,
Jesús aprovecha para dar una respuesta sobria y esclarecedora: No os imaginéis
la vida del mundo futuro -que existe- según el modelo de la vida actual, donde
los hombres se casan y mueren; en la otra vida nadie puede morir, ni casarse.
Es decir, esta vida nos sirve para conseguir la otra, pero no para imaginárnosla.
Palabras que corren el riesgo de resbalar por la piel del hombre de hoy. ¿La
vida eterna? ¡Bueno, ya lo veremos cuando estemos allí, si es que hay algo!
¡No!, nos avisa Jesús. Desde este mundo hay que preocuparse por ser un buen
ciudadano del otro mundo. Lo aclaró en la parábola del “rico epulón” (Lc
16,19-31).
No es que tengamos que ponernos a fabular sobre el
otro mundo. Quizá en esto se ha exagerado. Jesús rompe con las imaginaciones
inútiles y hasta delirantes. Serán “como
ángeles”, es decir, “estarán con Dios”. Dios será su única referencia. No
se está devaluando la realidad positiva del matrimonio, ni se nos prohíbe soñar
cómo viviremos allí nuestros amores de aquí, con tal de no olvidar que se trata
de algo inimaginable y que viviremos en el AMOR / DIOS.
¿Será esto, como a
veces insinúan algunos, la necesidad de tranquilizarnos contra el miedo
a morir? NO. Hay anhelos de tranquilidad que no son sanos ni verdaderos; pero creer
en Jesús, que es la Verdad, forma parte de una buena salud humana y cristiana.
Frente a sus oyentes judíos, saduceos, Jesús recurre a
lo que más podía impresionarles, la autoridad de Moisés. Esto también puede
decirnos algo a nosotros: Buscad la respuesta al tema del más allá no en los
filósofos o imaginativos, sino en la revelación, en la Palabra de Dios.
Nuestra fe en la resurrección y en la otra vida no es fruto del mero deseo, de
una nostalgia o de un razonamiento: es solo fruto de la adhesión a Cristo, que
dice: “Yo soy la resurrección y la vida…,
el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá (Jn 11,25)… Porque Dios no es Dios de muertos sino de
vivos, porque para él todos están vivos”.
Dios no nos ha creado para hacer de nosotros meros
candidatos a la muerte, unos difuntos en potencia. Él, “amigo de la vida” (Sab 11,26), no puede permitir que su grandioso
proyecto, el hombre, -“Hagamos al hombre
a nuestra imagen y semejanza” (Gén 1,126)- acabe sepultado para siempre en
un cementerio.
El Evangelio nos impulsa y estimula a vivir la fe en el Dios vivo, con realismo, pues la fe es también compromiso humano, pero sobre todo, con optimismo, pues sabemos que nuestros mejores sueños y deseos serán superados por los planes y deseos que nuestro Padre Dios ha concebido para nosotros.
REFLEXIÓN
PERSONAL
.-
¿Tiene algún eco la resurrección en mi vida de cada día?
.- ¿Siento
a Dios como el amigo de la vida?
.- ¿Vivo con gratitud el don de la fe?
Domingo J. Montero,
franciscano capuchino.
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