1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 4,8-12.
En aquellos días, Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo: Jefes del pueblo y senadores, escuchadme: porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre. Pues quede bien claro, a vosotros y a todo Israel, que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta este sano ante vosotros. Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar y, bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos.
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Es, de nuevo, Pedro el portavoz del grupo apostólico, en esta ocasión ante el Sanedrín. La ocasión es la inquisición que emprenden las autoridades religiosas por la curación del tullido (Hch 3,1-10). Con audacia da testimonio de la singularidad de Jesús: Él es el causante de esa curación; es la piedra angular del proyecto de Dios; es el único Nombre a invocar como salvador. Y no oculta que esa “piedra” de Dios fue rechazada precisamente por ellos, los constructores.
2ª Lectura: 1 Juan 3,1-2.
Queridos hermanos: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a Él. Queridos: ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes e Él, porque lo veremos tal cual es.
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El amor de Dios, gratuito, nos ha constituido en sus hijos. Es la verdad más consoladora. Una filiación real, pero aún germinal: Llegará el momento de su floración y granazón definitiva, en la que veremos y sentiremos a Dios sin “mediaciones”. Esa condición de hijos debe llevarnos a vivir como hijos. Esa filiación es nuestra aristocracia, que no es elitista sino profundamente fraterna, ya que esa filiación es gratuitamente ofrecida por Dios a todo ser humano.
Evangelio: Juan 10,11-18.
En aquel tiempo dijo Jesús a los fariseos:
Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da la vida por las ovejas; el asalariado,
que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas
y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le
importan las ovejas.
Yo soy el buen Pastor, que conozco a las
mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre;
yo doy mi vida por las ovejas
Tengo, además, otras ovejas que no son de
este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un
solo rebaño, un solo Pastor.
Por eso me ama el Padre: porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para quitarla y tengo poder para recuperarla. Este mandato he recibido del Padre.
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Con la imagen del buen Pastor, Jesús
desvela uno de sus rostros más entrañables. Como buen Pastor da vida a las
ovejas, da su vida por las ovejas, las conoce a cada una por su nombre… Y no es
un Pastor de horizontes recortados. Quiere ser Pastor de todas las ovejas. Con
la adopción de este título, Jesús plantea una reivindicación mesiánica, y se
identifica con la figura profética de Dios como Pastor (Ez 34,11-31), al tiempo
que denuncia a los falsos pastores.
Los textos bíblicos de este domingo nos
recuerdan afirmaciones impresionantes y consoladoras a un tiempo.
San Juan, en su carta, nos abre a la
inimaginable sorpresa de la fuerza del amor de Dios que nos hace sus hijos -“pues, ¡lo somos!”-. Y eso solo es un
anticipo, una primicia. La filiación divina nos abre a horizontes
insospechados. ¿Es posible vivir crepuscularmente cuando la aurora de Dios nos
invita a un amanecer esperanzador?
Pedro, por su parte, nos habla de Jesús
como la piedra angular, clave y quicio de toda posible edificación… Piedra que
fue rechazada, y que aún hoy es rechazada. Y no solo por los de afuera, porque,
¿es Jesús la piedra angular, la primera piedra del edificio de nuestra vida
personal, familiar o social? ¿O estamos construyendo sobre otros fundamentos?
¿Sobre qué construimos? ¿Nuestro edificio no se está resquebrajando y
agrietando por falta de fundamentación?
“Si
el Señor no construye la casa…” (Sal 127,1). “Mire casa cuál cómo construye. Pues nadie puede poner otro
cimiento fuera del ya puesto, que es
Jesucristo… Y si uno construye sobre el cimiento con oro, plata…, madera,
hierba o paja, la obra de cada cual quedará patente. Y el fuego comprobará la
calidad de la obra de cada cual. Si la obra que uno ha construido resiste,
recibirá el salario” (1 Cor 3,10b-14).
Y continúa san Pedro en su discurso: “No hay salvación en ningún otro, pues bajo
el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos”.
¿Creemos que solo Jesús puede salvarnos? ¿O
tenemos otras alternativas? ¿Le concedemos a Él toda la credibilidad? ¿O se la
concedemos a otros y a otras siglas?
Hoy abundan ofertas de salvación a corto
plazo y a bajo precio, evangelios intranscendentes, que pretenden suplantar y
desplazar al evangelio de Jesús, incluso sirviéndose materialmente de sus
mismas palabras.
Ante la precariedad en que vivimos puede
que renunciemos a plantearnos las cuestiones de fondo. Es el mayor fraude:
entretener al hombre con lo inmediato para que no se ocupe de lo importante;
obsesionarle con el bienestar para que deje de buscar la Verdad. No hay mejor
modo de reducir al hombre que reducir sus horizontes…
Jesús vino a ampliarnos el horizonte de
nuestra visión y de nuestra misión, a sacarnos de nuestras casillas, reducidas
y miopes, para descubrirnos que somos hijos de Dios con un futuro insospechado.
Algo que el mundo no conoce, porque tampoco lo conoce a Él. Y, sin embargo,
solo Él es la alternativa: la piedra fundamental, el único que puede salvar, el
buen Pastor.
En una sociedad de mercenarios y
asalariados, Jesús es el buen Pastor y el modelo de los pastores. Y esto
tenemos que decirlo, aunque muchos no lo crean, pero sobre todo, tenemos que
creerlo, aunque muchos no lo digan.
Hoy la Iglesia celebra la Jornada Mundial
de Oración por las Vocaciones Y, ante planteamientos como este, existe el
peligro de reducirlo todo a unas cuantas
peticiones estereotipadas e incomprometidas.
Hay que orar, porque así lo mandó el Señor
–“Orad al Señor de la mies que mande
trabajadores a su mies” (Mt 9,38)-, pero con una oración responsable, que
parta de la conciencia y de la vivencia de la propia vocación cristiana, que es
de donde surgen y para quien surgen las vocaciones específicas a la Vida
consagrada y al ministerio sacerdotal. Estas son el termómetro, el indicador de
la vitalidad religiosa de una comunidad. Por eso, la carencia de vocaciones en
la Iglesia no es una fatalidad, que traen los tiempos, sino una
irresponsabilidad falta de responsabilidad cristiana.
Hay
que orar desde la apertura -“¿Qué debo
hacer, Señor?” (Hch 22,10)-; desde la pasión -“Señor, enséñame tus camino” (Sal 25,4)-; desde la disponibilidad -“Aquí estoy, mándame” (Is 6,8)-.
Hemos de orar, en primer lugar, por nuestra vocación cristiana, para agradecerla, celebrarla y testimoniarla; y hemos de orar para que no nos falte la sensibilidad necesaria para acoger en nuestra vida y en nuestra familia la llamada del Señor a dejarlo todo por Él, por su causa, que es, también, la del hombre.
REFLEXIÓN PERSONAL
.-
¿Es Jesús la piedra angular de mi vida?
.-
¿Siento el gozo y la gratitud de la filiación divina?
.- ¿Oro por la vocaciones y oro por mi vocación cristiana?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
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