1ª
Lectura: Deuteronomio 6,2-6
Habló Moisés al pueblo y le dijo: Teme al
Señor tu Dios, guardando todos los mandamientos y preceptos que te manda, tú,
tus hijos y tus nietos, mientras viváis; así prolongarás tu vida. Escúchalo,
Israel, y ponlo por obra para que te vaya bien y crezcas en número. Ya te dijo
el Señor Dios de tus padres: “Es un atierra que mana leche y miel.”
Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es
solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas
las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria; se las repetirás
a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y
levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal;
las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales.
El temor del Señor no es “el miedo” de
Dios, sino una expresión típica de la fidelidad al Dios de la Alianza. Por eso
se manifiesta en la observancia los mandatos del Señor, que se resumen en el
amor a Dios sin fisuras. Un Dios uno y único -“No hay otro” (Dt 4, 39)-, que
debe presidir todas las manifestaciones y espacios de la vida.
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2ª Lectura:
Hebreos 7,23-28
Hermanos:
Muchos sacerdotes se fueron sucediendo,
porque la muerte les impedía seguir en su cargo. Pero Jesús, como permanece
para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa; de ahí que pueda salvar en
definitiva a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre
para interceder en su favor. Y tal convenía que fuese nuestro sumo Pontífice:
santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el
cielo. Él no necesita ofrecer sacrificios cada día -como los sumos sacerdotes,
que ofrecían primero por los propios pecados, y después por los del pueblo-,
porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. En efecto, la ley hace a los
hombres sacerdotes llenos de debilidades. En cambio, las palabras del
juramento, posterior a la ley, consagran al Hijo, perfecto para siempre.
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Cristo es sacerdote para siempre; su
sacerdocio “no pasa”. Un sacerdocio que ejerce en el cielo, en nuestro favor.
Es el sacerdote que nos convenía. Un sacerdocio que tiene una proyección
sacramental en la Iglesia, dotada del poder sacerdotal de Cristo, que se hace
visible en los sacramentos. Por eso solo actuando y actualizando el sacrificio
de Cristo la Iglesia puede ser espacio de salvación. El ministerio sacerdotal
no es un “añadido” sino una participación del único ministerio del único
sacerdote: Cristo.
En aquel tiempo, un letrado se acercó a
Jesús y le preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todo?
Respondió Jesús: El primero es: “Escucha,
Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.” El segundo
es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” No hay mandamiento mayor que éstos.
El letrado replicó: Muy bien, Maestro,
tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y
que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser y
amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y
sacrificios.
Jesús, viendo que había respondido
sensatamente, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios. Y nadie se atrevió a
hacerle más preguntas.
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En S. Marcos
la intervención de este hombre encierra algunos matices. No pregunta por el
primer mandamiento de la Ley ,
como en Mt 22,36 (en S. Lucas la pregunta tiene otro sentido), sino por el
primero de todos los mandamientos (v 28). El escriba pregunta por la
quintaesencia de la voluntad de Dios. La respuesta de Jesús está cargada de
intencionalidad. Antes de pronunciar ningún mandamiento introduce una premisa
clarificadora que fundamenta y justifica cualquier precepto: la fe en Dios en
forma de reconocimiento agradecido a su intervención salvadora en la historia.
Sin esa fe los mandamientos, cualquier mandamiento, son una imposición
extrínseca; con ella, los mandamientos son respuesta, acogida, celebración de
la salvación de Dios. Y desde ese prefijo de la unicidad de Dios se sigue la primera
conclusión: amarlo con un amor singular y sin fisuras ni espacios vacíos. Pero
en la respuesta de Jesús hay un elemento chocante: introduce un segundo
mandamiento, tema sobre el que no había sido preguntado (v 31). El
"segundo" no es sólo la verificación del "primero" (cf I Jn
4,20), sino que su cumplimiento sólo es posible desde el "primero"
(cf. 1 Jn 4,7), y éste, a su vez, lo es solo desde la experiencia del
"amor primero", es decir, desde la experiencia del amor de Dios que
nos precede (1 Jn 4,10) y que es mayor (Rom 5,5-8). La conclusión de la
respuesta de Jesús demuestra claramente que se trata de "un" mandamiento
con "dos" vertientes: “No existe otro mandamiento mayor que éstos”.
El escriba,
en la respuesta, muestra su plena coincidencia con Jesús, que alaba la sensatez
del escriba en su respuesta. Entonces, ¿qué aporta Jesús? La originalidad no
reside en la formulación material del tema en sí, sino en la “forma” que se
percibe situándolo en el contexto de la vida, enseñanza, conducta y muerte de
Jesús. Jesús no solo enseña que hay que amar a Dios y al prójimo, sino que
enseña cómo amar, "como yo", y ahí reside la novedad.
REFLEXIÓN
PASTORAL
En el Evangelio de san Lucas, a continuación de la respuesta de
Jesús a la pregunta sobre “el primer
mandamiento de todos” sigue la parábola del buen samaritano (Lc 10,30-37),
con la que se nos aclara quién es nuestro prójimo. Todo hombre. Pero Jesús ha
proclamado otro mandamiento, el primero: “Amarás
al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con
todo tu ser” (Mc 12,30) Y ¿ya sabemos quién es nuestro Dios?
¿Quién es Dios? Una pregunta
desigualmente respondida, pero una pregunta ineludible, porque Dios no deja
nunca indiferente al hombre. Como creyentes, ¿quién es Dios para nosotros?,
¿para mí?
Dios no es algo, es alguien; no es una
idea, es una realidad personal; no es límite del hombre, sino la posibilidad
del hombre.
Es Alguien próximo, íntimo a nosotros
–“más íntimo a mí que yo mismo” decía san Agustín-; a quien no hay que buscar
solo, ni principalmente, en los callejones sin salida de la vida, en las
limitaciones del hombre: el dolor y la muerte…, sino, también y sobre todo, en
los horizontes abiertos, en la sonrisa, en el color… Y, sobre todo, Dios es
nuestro Padre: “Cuando oréis decid:
Padre…” (Lc 11,2). Dios es AMOR.
Pero este Dios no debe ser solo
teóricamente afirmado - concediéndole una especie de certificado de
existencia-; ha de ser vivencialmente sentido y profundamente amado, sin
espacios vacíos, “con todo el ser”.
Su presencia en nuestra vida ha de trasformarla. Y es necesaria esta
practicidad, si no queremos escuchar la recriminación de Jesús: “Este pueblo me honra con los labios…”
(Mc 7,6), o aquella otra de san Pablo: “por
vuestra causa es blasfemado el nombre de Dios” (Rom 2,24).
“Te
conocía solo de oídas…” (Jb 42,5), podía ser la respuesta de muchos
creyentes. Y un conocimiento de Dios solo “de oídas”, como un hablar de Dios
solo “de oídas”, resulta empobrecedor y carente de credibilidad. Dios no es un
tema del que hay que oír hablar o del que hay que hablar; es Alguien con quien
hay que hablar y Alguien a quien hay que oír.
Ser creyente es ser testigo, y es imposible dar testimonio de lo
desconocido.
Nuestra vida no debe participar de
ambigüedad referencial, sino que ha de orientarse linealmente hacia Dios, el
Dios revelado en Cristo. Cualquier otra referencia, además de una desorientación,
es una frustración.
No basta con decir que creemos, hay que
mostrar en quién y qué creemos, explicitando los contenidos de nuestra fe. No
basta con decir que somos creyentes, hay que mostrar qué creyentes somos.
“Yo
soy el Señor, y no hay otro” (Is 45,18; cf. 43,11; 45,22). Y ese Dios se
nos ha revelado con un rostro humano, en una opción humana, con un nombre
humano, Jesucristo. Y “no ha salvación en
ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el
que debamos salvarnos” (Hch 4,12). Si somos capaces de interiorizar y
exteriorizar esta verdad, habremos dado un golpe de timón salvador para nuestra
existencia.
Si el sentido de Dios se atenúa -no
digo que desaparezca-, si se homologa -no digo que se supedite- a otros sentidos, hay que reconocer, y no es
un juego de palabras, el sinsentido de nuestra vida; ya que este depende del sentido
que Dios tenga en ella.
¿Quién es Dios? No evitemos la
pregunta, si no queremos privar a nuestra vida de contenidos sólidos. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos
tiene y hemos creído en él” (1 Jn
4,16). ¡Ahí descansa nuestra fe! No en una verdad fría y aislada de la vida,
sino en un AMOR infinito, que nos ama infinitamente.
Pero ni Dios ni su amor pueden ser
evasivos. El horizonte donde concretar el amor a Dios es el prójimo; pero el
amor al prójimo solo será posible desde el amor de Dios.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Hay dioses “alternativos
en mi vida?
.- ¿Es la palabra de Dios luz
e mis senderos?
.- ¿Mantengo viva en mi vida
la pregunta por Dios?