miércoles, 16 de mayo de 2018

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS -B-

1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11

    Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
    Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.
     Enormemente sorprendidos preguntaban: ¿No son galileos todos estos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.

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        El libro de los Hechos ha sido calificado como “el Evangelio del Espíritu”, pues Él es el protagonista principal. Y en este capítulo se evidencia. El texto está cargado de sugerencias y construido con elementos significativos del AT., con una clara intencionalidad teológica. No se trata de un “reportaje” grafico de la venida del Espíritu, sino de la proclamación de un “mensaje”: el inicio de la nueva y definitiva etapa de la historia de la salvación. La escenografía (viento, lenguas de fuego, ruido…) evoca “el día del Señor” anunciado ya por los profetas (cf. Jl 3,1-5). Como la historia de Jesús comenzó con el descenso del Espíritu (Mc 1,10), también la de la Iglesia comienza con el descenso del Espíritu. Se han roto las fronteras, la unidad perdida en Babel (Gn 11,1-9) se recupera en Pentecostés. La lengua del Evangelio es universal, porque es la lengua del amor de Dios manifestado en Cristo. La “glosolalia”, frecuente en los comienzos de  la Iglesia (Hch 10,46; 11,15; 16,9; 1 Cor 12-10; Mc 16.17), así lo manifiesta. Desde los inicios los horizontes del Evangelio son universales. No hay excluidos, todos son convocados. Es la misión confiada a la Iglesia, que realizará guiada y fortalecida por el Espíritu.
     

 2ª Lectura: 1 Corintios 12,3b-7. 12-13

    Hermanos:
    Nadie puede decir “Jesús es Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común… Porque lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

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    Dos ideas a destacar en este fragmento: 1ª) Sin el Espíritu es imposible la vida cristiana. Todo está “gobernado” por el Espíritu Santo, que se manifiesta en cada uno para el bien común. Los dones personales tienen vocación eclesial. San Pablo nos ofrece una breve formulación trinitaria: un Espíritu, un Señor (Cristo) y un Dios (Padre) (cf. 2 Cor 13,13).
    2ª) Con el símil del cuerpo se subraya la unidad existente de todos los creyentes en Cristo por el bautismo y la comunión en un mismo Espíritu. Él es el cohesionador de la Iglesia.


Evangelio: Juan 20,19-23


    Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros.
     Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
     Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
     Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

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     La muerte de Jesús había desconcertado a los discípulos; el miedo les atenazaba. Jesús se les presenta, como dador de la Paz y acreditado por las señales de su pasión y muerte: el Resucitado es el Crucificado; la resurrección no elimina la cruz sino que la ilumina. Al verlo, los discípulos recuperan no solo la Paz sino la alegría (sin Él no hay alegría ni paz verdaderas). Y Jesús, antes de marchar, les confía la tarea de proseguir la obra que le encomendó el Padre. Como Él, la realizarán, con la ayuda del Espíritu, su don definitivo; y, como Él, esa misión tendrá como contenido principal anunciar y realizar la oferta misericordiosa de Dios: el perdón.


REFLEXIÓN PASTORAL

         Los cristianos necesitamos dirigir la mirada a los puntos orientadores de la existencia, para recorrer los senderos oscuros de la vida (Sal 23,4). Y uno de esos puntos luminosos y orientadores es el Espíritu Santo. Es el guía por excelencia en esa ruta inevitable, pero arriesgada, hacia la Verdad (Jn 16,13). Perfilar el Espíritu sería una contradicción y, sin embargo, se trata de un Espíritu con “rostro”, con entidad e identidad.
         No es fácil hablar del Espíritu Santo. La fiesta de Pentecostés nos ofrece la posibilidad de hacerlo. Es un tema fluido que rehúye el encasillamiento en nuestros estrechos esquemas mentales. Hablar de Dios siempre supera las capacidades expresivas de nuestro lenguaje. La inexactitud, la imprecisión resultan inevitables. ¡Casi es un buen síntoma! (cf. 1 Cor 13,9). Exige un descalzamiento de los estereotipos ordinarios, es una “tierra sagrada” (Éx 3,5).
          Si a esto se añade la falta de práctica, es decir el relativo silencio creado en torno al Espíritu Santo, la dificultad se acentúa. Sí, nuestra “ciencia” del Espíritu es bastante limitada y elemental (y quizá también nuestra conciencia), y esto ya parece venir de atrás (Hch 19,2). Y, sin embargo es la gran novedad aportada por Jesús, su promesa (Jn 14, 15-17. 25-26), su don más específico (Gál 4,6; Jn 16,5-15).
          Un don para todos y a favor de todos (Hch 11,17; 15,8-9; 1 Cor 12,3); necesario para pertenecer a Cristo, porque “si alguien no posee el Espíritu de Cristo no es de Cristo” (Rom 8,9), ni “puede  decir Jesús es “Señor” (2ª), y para acceder a la comprensión de los designios de Dios, pues “lo íntimo de Dios lo conoce solo el Espíritu de Dios… El hombre natural no capta lo que es propio del Espíritu de Dios…, pero nosotros tenemos la mente  de Cristo” (1 Cor 2, 12-16), por el Espíritu, “que nos ha sido dado” (Rom 5,5).
         Un Espíritu de perdón (Jn 20,22); integrador y promotor de las peculiaridades carismáticas (1 Cor 12); pluralista y no discriminador (Hch 11,17); inspirador del testimonio y de la audacia cristiana (Hch 5,17-22) frente a miedos congénitos o repliegues sistemáticos (Jn 20,19); que supera las barreras confesionales para acoger “al que practica la justicia” (Hch 10,34-35); que prioriza la obediencia a Dios (Hch 5,29); que no impone cargas más allá de lo esencial (Hch 15,28s).
         Un Espíritu de libertad interior (Gál 5,18; Rom 8,5-11) y de amor sin límites (1 Cor 12,31-13,13), verdaderos e inequívocos signos de su presencia, pues “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rom 5,5), y “donde está el Espíritu del Señor, hay libertad” (2 Cor 3,17), pues no hemos recibido un espíritu de esclavos, sino el de hijos, que es el del Hijo (cf. Rom 8,14-16).
Un Espíritu de quien depende la alegría de creer y la fuerza para ser testigos; la paz para trabajar unidos; la generosidad para socorrer al necesitado; la capacidad para perdonar; la esperanza para superar los momentos oscuros y la luz para reconocernos y reconocer a los otros como templo e imagen de Dios…
          Un Espíritu que hemos de recuperar. Y eso exige “volver a Pentecostés”, mejor, revivirlo, ya que Pentecostés no puede reducirse a un “instante” de la Iglesia, sino que ha de ser su “situación” permanente.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Qué vivencia tengo del Espíritu Santo?
.- ¿Qué espíritu anima mi espíritu?
.-  ¿Hablo el amor que es el lenguaje del Espíritu?

Domingo J. Montero Carrión, OFMCap.


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