1ª
Lectura: Isaías 63,16b-17.; 64,1.3b-8
Tú, Señor, eres nuestro padre, tu nombre de
siempre es “nuestro redentor”. Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y
endureces nuestro corazón para que no te tema? Vuélvete por amor a tus siervos
y a las tribus de tu heredad. ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases derritiendo
los montes con tu presencia! Bajaste, y los montes se derritieron con tu
presencia. Jamás oído oyó ni ojo vio un
Dios, fuera de ti, que hiciera tanto por el que espera en él. Sales al
encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos. Estabas
airado y nosotros fracasamos; aparta nuestras culpas y seremos salvos. Todos
éramos impuros; nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos
como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento. Nadie invocaba tu
nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos
entregabas al poder de nuestra culpa. Y, sin embargo, tú eres nuestro padre;
nosotros la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano. No te
excedas en la ira, Señor, no recuerdes siempre nuestra culpa: mira que somos tu
pueblo.
*** *** *** ***
Nos hallamos en la tercera parte del libro
de Isaías (56-66). En la existencia anodina de la comunidad posexílica anida el
desaliento. Con el aparente eclipse de Dios se hace incómoda la vida, se
acrecienta el sentimiento de la culpa y se experimenta la fragilidad creatural.
Desde ahí surge esta oración con sentimientos encontrados: por un lado, la
conciencia del propio pecado y, por otro, la confianza en que más allá del
pecado está el rostro paternal de Dios, capaz de redimir al pueblo de esa
situación. La nostalgia de Dios y la certeza de que no fallará a la cita son el
alimento de la esperanza del pueblo.
2ª Lectura: 1
Corintios 1,3-9
Hermanos:
La gracia y la paz de parte de Dios,
nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean con vosotros. En mi Acción de
Gracias a Dios os tengo siempre presentes, por la gracia que Dios os ha dado en
Cristo Jesús. Pues por él habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en
el saber; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo. De hecho,
no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro
Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes
hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el tribunal de Jesucristo
Señor nuestro. Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo
Señor nuestro. ¡Y El es fiel!
*** *** *** ***
Pablo quiere estimular a una comunidad con
problemas de identidad y de autoestima. Ser cristiano no es una pena, es una
gracia, una riqueza. Y esa gracia y esa riqueza es Jesucristo, cuya vida
estamos llamados a compartir. Él debe ser el norte de la existencia y el que
guíe la esperanza del creyente. Asentados en la fidelidad de Dios, hay que
interpretar la vida para que en la evaluación final no tengan de qué acusarnos
en el tribunal de Jesucristo Señor nuestro. Pablo subraya la paternidad de
Dios, que nos ha sido concedida al participar en la vida de su Hijo,
Jesucristo.
Evangelio:
Marcos 13,33-37
En aquel tiempo dijo Jesús a sus
discípulos: Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que
un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados
una tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis
cuando vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto
del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre
dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡velad!
*** *** ***
De varias formas Jesús insistió a sus
discípulos sobre la necesidad de vivir despejados, preparados, en vela. El
cristiano no debe vivir adormilado ni sobresaltado. La vigilancia a la que
invita Jesús está asentada en la esperanza de que el Señor vendrá, advirtiendo
del peligro de entregarse a actitudes irresponsables ante la vida. La
vigilancia no es solo estar a la espera, mirando al cielo, sino esperar
dinámicamente, mirando a la vida y transformándola con la vitalidad del Evangelio,
gestionando los talentos recibidos.
REFLEXIÓN
PASTORAL
A lo largo de las diversas estaciones -tiempos
litúrgicos- de Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua y Tiempo Ordinario, la
Iglesia quiere que los cristianos vivamos e interioricemos el misterio de la
salvación, celebrando y meditando sus contenidos y momentos más importantes. No
es un volver a empezar, en una especie de “eterno retorno”, sino un continuar
hacia adelante en la profundización de la fe y de la vida.
Cada tiempo tiene su “color” y su característica;
al Adviento, le caracteriza el color
morado, y la tarea de sensibilizarnos para vivir orientados a Cristo, principio
y meta de nuestra esperanza.
Esta es la palabra que recorre y dimensiona las
semanas del Adviento: “esperanza”. Es, también, una de las palabras más
frecuentes en nuestro lenguaje. La asociamos a la vida; es signo de vida
-“Mientras hay vida hay esperanza”-, y causa de vida, porque “mientras hay
esperanza hay vida”.
La esperanza es “lo último que se pierde”. Por eso
exhortaba el apóstol san Pablo: “No
queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza”
(1 Tes 4,13), y la primera carta de Pedro advertía a estar “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida
una razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3,15).
Se trata de vivir con esperanza y dando esperanza.
Pero eso no es fácil. Porque en toda espera se está expuesto a confundir, a
tergiversar los datos, bien por la impaciencia de conseguir lo esperado o por
la desesperación de no conseguirlo, por eso se requiere la lucidez que Jesús
recomienda en el Evangelio.
Aún el creyente sincero, experimenta el silencio de
Dios y la sensación de vacío y abandono (1ª lectura). “Despierta tu poder y ven a salvarnos”, rezamos en el salmo
responsorial.
La esperanza cristiana no surge de una mera
expectativa humana, sino de una promesa. Su fuente original es Dios. Y “fiel es Dios, el cual os llamó a la comunión con su hijo Jesucristo, nuestro
Señor” (2ª lectura).
Desde ahí, esperar es:
· saber que “Tú, Señor, eres nuestro Padre, tu nombre
desde siempre es `nuestro Libertador´” (Is 63,16);
·
sabernos “nosotros la arcilla y tú el alfarero…” (Is 64,7);
·
aceptar que Dios
tiene la palabra y reconocérsela;
·
confiar en Dios y
abrirle, de par en par, la puerta de la vida;
·
dejar que El
pilote nuestra existencia, aún cuando caminemos por cañadas oscuras (Sal 23,4),
porque El es nuestro pastor (Sal 23,1);
·
mantener alertas
las antenas del espíritu, para percibir la presencia del Señor; para
desenmascarar las falsas esperanzas.
Esa es la esperanza que nos hace libres y hasta audaces.
Si esperamos así, no absolutizaremos lo transitorio; podremos darnos sin
esperar recompensas humanas; asumiremos con paz y serenidad las limitaciones,
propias y ajenas, el dolor y la misma muerte; trabajaremos generosamente por un
mundo mejor y hasta descubriremos el encanto de la dura realidad.
Adviento es el tiempo del hombre, concebido más como
proyecto que como producto; y el tiempo de la Iglesia, que celebra todo,
mientras espera “la gloriosa venida” del Señor. Es, pues, nuestro tiempo.
¡Vivámoslo! ¡Que el Señor nos conceda la gracia de saber esperar así, y de
sembrar esa esperanza entre los hombres!
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Cómo gestiono la esperanza?
.- ¿Mi vida la anima la nostalgia o la esperanza?
.- ¿Soy consciente y valoro la riqueza de ser
cristiano?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.
Gracias.
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