1ª
Lectura: Josué 5,9a. 10-12
En aquellos días, el Señor dijo a Josué:
Hoy os he despojado del oprobio de Egipto.
Los israelitas acamparon en Guilgal y
celebraron la pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de
Jericó. El día siguiente a la pascua, ese mismo día, comieron del fruto de la
tierra: panes ácimos y espigas fritas. Cuando empezaron a comer del fruto de la
tierra, cesó el maná. Los israelitas ya no tuvieron maná, sino que aquel año
comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.
*** *** *** ***
La entrada en la Tierra prometida supuso un
cambio de situación y de alimentación. Dios continúa guiando la historia del
pueblo, abierta ahora a una nueva etapa. La entrada en la tierra de la libertad
abre un nuevo capítulo, con nuevos retos. Comienza la conquista de la tierra,
que se verificará sobre sobre todo en la conquista de la libertad, la verdadera
tierra, desde la fidelidad a Dios y a su palabra.
2ª
Lectura: 2ª Corintios 5,17-21
Hermanos:
El que es de Cristo es una criatura nueva:
lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por
medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el servicio de
reconciliar. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo
consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado el
mensaje de la reconciliacion. Por eso, nosotros actuamos como enviados de
Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio nuestro. En nombre de
Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios. Al que no había pecado, Dios le
hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la
salvación de Dios.
*** *** *** ***
En
Cristo tiene lugar el cambio definitivo, el paso de lo viejo a lo nuevo, de la
tierra de la esclavitud a la de la libertad. Y eso se traduce en una nueva
situación -la conversión- y una nueva alimentación -Cristo como alimento
definitivo-. Él es la epifanía más plena de la misericordia de Dios: Dios no
pide cuentas de los pecados, sólo ofrece misericordia. Todo el pecado del
hombre lo descargó en la vida de su Hijo, para ofrecernos la salvación. Cristo
es el punto de encuentro de Dios con los hombres, el agente de la
reconciliación.
Evangelio:
Lucas 15,1-3. 11-32
En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los
publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los escribas y los fariseos
murmuraban entre ellos: Ese acoge a los pecadores y come con ellos.
Jesús les dijo esta parábola: Un hombre
tenía dos hijos: el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de lo
que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor,
juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna
viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un
hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y tanto le
insistió a un habitante de aquel país, que lo mandó a sus campos a guardar
cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían
los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces se dijo: Cuántos
jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de
hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: “Padre, he pecado
contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a
uno de tus jornaleros”.
Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando
todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió y, echando a correr, se le
echó al cuello y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo: Padre, he pecado contra el
cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo.
Pero el Padre dijo a sus criados: Sacad en
seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en
los pies, traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete; porque
este hijo mí estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al
volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y, llamando a uno de
los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: Ha vuelto tu hermano; y tu
padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud.
Él se indignó y se negaba a entrar; pero su
padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: Mira: en tantos
años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has
dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese
hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero
cebado.
El padre le dijo: Hijo, tú estás siempre
conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo
estaba muerto y ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado.
*** *** *** ***
Esta
parábola forma parte de la trilogía conocida como “parabolas de la
misericordia” que configuran el cap. 15 del evangelio de Lucas. Y son respuesta
a la crítica de escribas y fariseos sobre la praxis abierta y misricordiosa de
Jesús. Amenazada por una escucha rutinaria, la parábola exige una relectura
desde claves profundas. En ella Jesús advierte de la equivocación de confundir
a Dios Padre con un dios patrón, de buscar la realización personal lejos de la
casa del Padre. También alerta de presencias que, en realidad, son ausencias
(es el caso del hermano mayor).
Desde ella somos invitados a identificar
al Dios en quien creemos (¿es un Dios meramente remunerador, o es un Dios
salvador?), y a identificarnos ante él. Qué experiencia tenemos de Dios y qué
experiencia tenemos del hermano. Los paradigmas filiales de la parábola no son,
en manera alguna, ejemplares. Pero hay otro Hijo, el parabolista, que es con
quien hemos de procurar identificarnos, apropiándonos sus sentimientos (Flp
2,5), aprendiendo de él (Mt 11,29). Es el hermano que no “se entristece”, sino
que se goza con el regreso del hermano perdido. Es el verdadero narrador del
Padre, a quien conoce por dentro.
REFLEXIÓN
PASTORAL
Escribía Charles Peguy: “Todas las
parábolas son hermosas, todas las parábolas son grandes. Pero con esta,
millares y millares de hombres han llorado”.
Muchas veces comentada, esta parábola
resulta, sin embargo, inagotable en su capacidad de sugerencias. No basta la explicación
exegética. Solo se comprende desde la oración. Es una parábola para ser
“orada”. Nos revela el núcleo de Dios, que no está pidiendo cuentas de los
pecados (2 Cor 5,17-21); no es un Dios al acecho. Es Padre misericordioso. Esta
parábola es, además, una invitación a examinar nuestra experiencia de filiación
y de fraternidad.
Un hombre tenía dos hijos. Un día el más
pequeño, en el estallido de su juventud, prefirió la aventura de sus sueños a
la aparente monotonía del hogar y del amor paternos; quería experiencias
nuevas... y pidió la parte de su herencia. No sin dolor el padre accedió. Y es que el respeto de Dios por la
libertad del hombre es casi escandaloso.
Abandonó la casa, se entregó a la
evasión..., y se arruinó. Abandonado de todos, no le abandonó un recuerdo, el
de la casa de su padre. Curiosamente no su padre; y es que en el fondo le movía
el hambre no el amor. Pero lo importante es que la luz entró en su alma aunque
fuera por aquella ventana. Decide
volver, con un discurso preparado: “Padre,
he pecado, no merezco llamarme hijo tuyo...” ¡No conocía a su padre! Quien
desde que marchó no hizo otra cosa que esperarle, saliendo todos los días al
camino. Y, a pesar de la edad, quizá con la vista cansada, le reconoció de
lejos, porque se ve de verdad cuando se mira con el corazón. Nadie que no
hubiera sido su padre le habría reconocido.
Se había marchado bien vestido, y volvía
envuelto en harapos. Pero su padre le conoció, le presintió de lejos. Y corrió
a él; no supo esperar. Y es que mientras el arrepentimiento anda a paso lento,
la misericordia de Dios corre veloz. Manifiesta más necesidad el padre de
perdonar que el hijo de ser perdonado. Con el perdón el hijo recupera la
comodidad, el padre el corazón; el muchacho volverá a poder comer, el padre
volverá a poder dormir.
El padre no pregunta los porqués de la
marcha y del regreso. Eso se sabrá luego, o nunca. Lo que importa es que ha
vuelto. Y comienza la fiesta.
Pero había otro hermano, el que se había
quedado en casa. Al regresar del campo le sorprende la fiesta. No adivina que
tal alegría solo puede tener un motivo: el regreso de su hermano. Tuvo que
preguntar, y al enterarse, se indignó. ¡No podía ser! ¡Aquello no era justo! Si
llega a saber esto, también él hubiera hecho lo mismo...Y no quería entrar. Por
lo que también a este hijo tiene el padre que salir a buscarlo.
Amargado
pasa factura a su padre: “Tanto tiempo
que te sirvo…”; y lo que es peor, se desmarca de su hermano: “Cuando ha venido ese hijo tuyo...”. Fue
lo que más debió doler al Padre, que no supiera o no pudiera llamar hermano a
su hermano. Pero no se desalentó; también para este hijo mayor era la
fiesta. “Hijo, deberías alegrarte”. Porque haber estado siempre en casa del
padre no es para lamentarlo.
No deja de ser triste la situación de
este padre. Es el único que ama en la parábola. El hijo menor regresa más por
hambre que por amor; el mayor es incapaz de comprender. ¿Es que es imposible
amar desinteresadamente, sin prefijos?
DIOS AMA ASÍ, y ASÍ HEMOS DE AMAR.
El Dios que nos revela Jesús y que se revela
en él es un Dios de puertas abiertas y de corazón abierto. Un Dios Padre que no
discrimina, siempre disponible a la acogida gozosa de los hijos. Un Dios que
solo sabe ser y ejercer de Padre misericordioso. Es su estilo, que debe ser el
nuestro. Ahí está la novedad cristiana.
Una
historia de amor bella y dramática. Una historia que todos hemos de leer,
contemplar y guardar esta foto del Padre en la cartera, cerca del corazón, para
ver si al contacto con ella nuestro corazón comienza a latir al compás del
suyo. Una lección importante para este cuarto domingo de Cuaresma.
REFLEXIÓN PASTORAL
.- ¿De qué modelo de hijo estoy
más cerca?
.- ¿Siento a Dios como “Padre” o
como “patrón”?
.- ¿Me alegra el bien del otro?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN,
OFMCap.
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