1ª Lectura: Deuteronomio 4,32-34.
39-40
Habló Moisés al pueblo y dijo: Pregunta,
pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios
creó al hombre sobre la tierra: ¿hubo jamás desde un extremo al otro del cielo
palabra tan grande como esta?, ¿se oyó cosa semejante?, ¿hay algún pueblo que
haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego y
haya sobrevivido?, ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre
las otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y
brazo poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor, vuestro Dios,
hizo con vosotros en Egipto?
Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón
que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la
tierra; no hay otro. Guarda los preceptos y mandamientos que yo te prescribo
hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos, después de ti, y prolongues tus días
en el suelo que el Señor tu Dios te da para siempre.
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Dios se re reivindica para Israel como el
único Dios, y acude a la memoria histórica del pueblo. Desde ahí, debe ser
reconocido como el único: no hay otro. En ese reconocimiento residirá la
felicidad del pueblo. El reconocimiento de Dios no merma al hombre, lo
plenifica y lo hace feliz.
2ª Lectura: Romanos 8,14-17
Hermanos:
Los que se dejan llevar por el Espíritu de
Dios, esos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud,
para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace
gritar: ¡Abba! (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio
concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos,
herederos de Dios y coherederos con Cristo.
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Llamar y sentir a Dios como Abba es fruto
del Espíritu Santo. Nuestra filiación divina, adoptiva pero real, se asienta en
el testimonio veraz del Espíritu. El cristiano ha recibido un espíritu de hijo,
no de siervo, y debe vivir filialmente no servilmente.
Evangelio: Mateo 28,16-20
En aquel tiempo los once discípulos se
fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se
postraron, pero algunos vacilaban.
Acercándose a ellos, Jesús les dijo: Se me
ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos
los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy
con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
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La misión evangelizadora consiste en introducir al hombre en el misterio
de comunión con Dios Trinidad. No se trata de ampliar fronteras exteriores,
sino de abrir al hombre a esta realidad del Dios Amor y Comunión. Y solo será
posible en la cercanía de Jesús.
REFLEXIÓN PASTORAL
El hombre de hoy
sabe mucho y sobre muchas cosas: su información cada vez es más abundante y
mejor documentada. Pero, frecuentemente, se trata de un saber teórico,
nocional, periférico; que le ilustra pero no le afecta; que le informa pero no
le transforma.
También el
cristiano sabe, o cree, muchas cosas. Sabe, o cree, por ejemplo, que existe
Dios; que Jesucristo es el Hijo de Dios; que su muerte y resurrección nos han
redimido del pecado; que el Espíritu Santo es Dios…, pero ¿lo saborea? ¿Degusta
esa realidad? ¿Vibra con ella? ¿Esa verdad serena, ilumina y motiva su vida? “Gustad
y ved qué bueno es el Señor” (Sal 34,9). Esta es la
sabiduría cristiana.
La verdad de
Dios, como toda verdad existencial, si no pasa al corazón y lo enciende (“¿No ardía nuestro
corazón…?” Lc 24,32), queda reducida a una mera
información; pero cuando entra en él, se convierte en energía transformadora
(Jer 20,9).
Dios tuvo
interés en que ese y así fuera nuestro saber sobre Él; no una mera información
sobre su existencia, sino una experiencia filial, traducida en actitud
fraternal hacia los otros. Y ese fue también el interés de Jesús: transmitirnos
la convicción de que “el Padre
mismo
os quiere” (Jn 16,27), con amor afectivo y efectivo (Jn 3,16; Mt
6,25-32).
El AT resaltaba
la unidad y unicidad de Dios, su soberanía y poder (Dt 4,39; 6,4). El NT, en la
revelación de Cristo, profundiza en el misterio y nos abre a la verdad íntima
de Dios: nos dice que Dios es “familia”, y que nos quiere incorporar a esa “familia de Dios” (Ef 2,19).
Por aquí debería
comenzar la reflexión sobre nuestra fe en Dios, y ver si realmente lo sentimos
y reconocemos como Padre, es decir, como Amor (“Dios es amor” 1 Jn 4,8) y como urgencia de amar (2 Cor 5,14).
Porque la fe en
el Dios revelado en Cristo es más, mucho más, que una doctrina; es una
experiencia, pues “nosotros hemos conocido (saboreado) el amor
que
Dios nos tiene (Jesucristo)
y hemos creído en El” (1 Jn 4,16), hasta el punto de que “aunque
camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú
vas conmigo” (Sal 23,4).
La fiesta de la
Santísima Trinidad nos invita a contemplar con los ojos de la fe y del corazón
esa realidad en la que “vivimos, nos
movemos y existimos” (Hch 17,28).
Nos dice que
Dios es comunión de personas, que es relación viva con vocación permanente de
habitar en el hombre. Y nos recuerda que somos “templo” de Dios (1 Cor 3,16-19), su “morada” (Jn 14,23). Por eso, también, nos invita a “contemplar” al
hombre. No nos abstrae en una nube de misterio, sino que nos invita a entrar en
el misterio del hombre, que Dios ha elegido como morada. Y reconocerle y confesarlo allí.
“Más íntimo a mí mismo, que yo mismo” (san Agustín), Dios no es lejano
ni habita en la lejanía. Nos está próximo, a nuestro lado, en nosotros.
¿Experimentamos su presencia, su cercanía?
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué experiencia tengo de Dios?
.- ¿Me siento vitalmente hijo de Dios?
.- ¿Siento la urgencia de anunciar a
ese Dios Amor y Comunión?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.