1ª Lectura: Génesis 12,1-4a
En aquellos días, el Señor dijo a Abrahán:
Sal de tu tierra y de la casa de tu padre hacia la tierra que te mostraré. Haré
de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre y será una bendición.
Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre
se bendecirán todas las familias del mundo. Abrahán marchó, como le había
dicho el Señor.
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Toda historia comienza con un “éxodo”. La
del hombre (salida del seno materno); la del creyente (Abrahán); la de Israel
(de Egipto); la de Jesús (“Salí del
Padre…”). Y toda historia comienza con una bendición: la de la creación (Gn
1,3) y la de la humanidad (en Abrahán). Bendición que se hizo carne en Jesucristo
(Ef 1,3).
San Pablo afirmará que “en Cristo Jesús llegará a los gentiles la
bendición de Abrahán…, pues la promesas fueron dirigidas a Abrahán y a su
descendencia…, es decir, a Cristo” (Gál 3,14.16). Nuestra historia es la
historia de una bendición, la de Dios, a la que muchas veces nos sustraemos por
el pecado; pero que Dios mantiene siempre como horizonte de esperanza.
2ª Lectura: 2 Timoteo 1,8b-10
Querido hermano:
Toma parte en los
duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que Dios te de. El nos salvó y
nos llamó a una vida santa no por nuestros méritos, sino porque antes de la
creación, desde el tiempo inmemorial, Dios dispuso dar su gracia por medio de
Jesucristo; y ahora esa gracia se ha manifestado por medio del Evangelio, al
aparecer nuestro Salvador Jesucristo, que destruyó la muerte y sacó a la luz la
vida inmortal.
*** *** ***
La vocación cristiana es la santidad: ese
es el destino del hombre desde “antes de la
creación del mundo” (Ef 1,4), “desde
tiempo inmemorial” (2 Tim 1,9). El tiempo cuaresmal quiere concienciarnos
particularmente de esta vocación. Sin olvidar que la ardua tarea de la
evangelización se realiza de manera plena desde la vivencia gozosa del
Evangelio.
Evangelio: Mateo 17,1-9
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a
Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta.
Se transfiguró delate de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus
vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías
conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a
Jesús: Señor, ¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas: una
para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba hablando cuando una nube
luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: Este es mi
Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.
Al oírlo, os discípulos cayeron de bruces,
llenos de espanto. Jesús se acercó y tocándolos les dijo:
Levantaos, no temáis.
Al alzar los ojos no vieron a nadie más
que a Jesús solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a
nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos.
*** *** ***
San Mateo reelabora el texto de san Marcos, subrayando algunos aspectos que anticipan su manifestación gloriosa en la
resurrección. Jesús es la plenitud de la Ley y los Profetas, personificados por
Moisés y Elías. Es el Hijo amado de Dios, el Profeta definitivo a quién todos
deben escuchar (Dt 18,15). Este relato está vinculado con el del Bautismo en el
Jordán, y en ambos aparece identificado con siervo sufriente que, a través de
la muerte, camina a la resurrección.
Situado el relato después del primer
anuncio de la pasión, tiene la función de animar a los discípulos: “Levantaos,
no temáis”.
REFLEXIÓN PASTORAL
En el centro del camino cuaresmal, la
liturgia nos presenta el sentido, la meta y al guía del camino: un sentido
positivo, una meta transformadora de la existencia, y a un guía, Jesucristo.
El escenario es radicalmente distinto al
del domingo pasado: del desierto inhóspito y
árido, al monte luminoso de la Transfiguración; del Jesús tentado por el
diablo, al Jesús glorificado por el Padre; del “si eres hijos de Dios…”,
al “este es mi Hijo”.
Se acercaban a Jerusalén, donde iban a
tener lugar los dramáticos acontecimientos de la Pasión, y para que los
discípulos no se vieran desbordados por esos sucesos, para que pudieran superar
el terrible escándalo de la cruz, Jesús escoge a Pedro, Santiago y Juan -los
que serán testigos de la agonía en Getsemaní- para manifestarles su auténtica
dimensión.
El que sudará sangre, al que verán como
rechazado y maldito, es el Hijo de Dios, el Amado, el Predilecto. A quien el
pueblo elegido no sabrá reconocer, es reconocido, sin embargo, por las grandes
figuras de ese pueblo: Moisés, autor de la Ley, y Elías, el gran profeta.
La escena es importante y sugerente. Es,
en primer lugar, una revelación de Jesús -“Mi
Hijo, el amado, el predilecto” (Mt 17,5)-. Flanqueado por las dos figuras
centrales del Antiguo Testamento, Jesús aparece como el centro de la
revelación, como el Revelador, con quien conversan las “revelaciones” (la Ley y
los Profetas) y los reveladores (Moisés y Elías). Jesús es central, por eso
solo a El hay que escuchar (Mt
17,5).
Pero es, también, una llamada a
la transformación personal, a la transparencia de Cristo en nuestra vida. Y una
denuncia de nuestra opacidad, de nuestra dificultad para traslucir al Señor y
de nuestra sordera. Una llamada a ser y a vivir como “hijos amados y predilectos”, pues "lo somos! (1 Jn 3,1).
“Vosotros
sois luz del mundo…; alumbre así vuestra luz ante los hombres para vean
vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos”
(Mt 5, 14.16). ¿Qué hemos hecho nosotros de esa luz? “Que
los hombres solo vean en vosotros servidores de Cristo” (1 Cor 4,1),
escribía san Pablo. ¿Y qué ven en nosotros?
La transfiguración del Señor no es para
hacer tres chozas en el Tabor. Es para dejarnos iluminar y para iluminar. Para
hacer “gozosamente” el camino cuaresmal, que
tiene como meta la transfiguración en criaturas nuevas según el modelo
de Cristo.
¡Pero, además, no es ésta la única
transfiguración del Señor! El se transfigura diariamente en el sacramento de la
Eucaristía -“Esto es mi cuerpo” (Mc
14,22)-; se transfigura en el necesitado -“Tuve
hambre…, lo que hicisteis a uno de éstos lo hicisteis conmigo” (Mt 25,
35.40)-… Y no son transfiguraciones opuestas; y que no hay que oponerlas, sino
acogerlas con la misma fe.
Los discípulos quedaron deslumbrados por
la transfiguración en gloria; nosotros quedamos confundidos, molestos y hasta
decepcionados por estas transfiguraciones del Señor en la debilidad. La
transfiguración gloriosa tuvo lugar en la cima de un monte; la transfiguración
humilde, en un valle, que solemos llamar “de lágrimas”.
Y a nosotros, como a los discípulos
tentados de quedarse en el monte (Mt
17,4), Jesús nos invita a descender a la vida concreta, porque la experiencia
religiosa no puede ser un aparte, sino un fermento para iluminar la vida.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Tengo experiencia de “éxodo”
en mi vida?
.- ¿La santidad, como vocación,
me motiva o me deja indiferente?
.- ¿Siento en mi vida la fuerza
transfiguradora del Evangelio?
DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN,
OFMCap.
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