1ª Lectura: 2 Samuel 5,1-3
En aquellos días,
todas la tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David y le dijeron: “Hueso
tuyo somos y carne tuya somos; ya hace tiempo, cuando todavía Saúl era nuestro
rey, eras tú quién dirigías las entradas y salidas de Israel. Además, el Señor
te ha prometido: Tú serás el pastor de mi pueblo Israel, tú serás el jefe de
Israel”.
Todos los ancianos
de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con ellos un pacto
en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel.
*** *** *** ***
Tras la muerte de Saúl, las tribus del Norte, ante la presión filistea, deciden acudir a David, que se hallaba en Hebrón, para ofrecerle el gobierno de Israel. Consagrado primeramente como rey por los clanes del Sur, los de Judá (2 Sam 2,4), ahora lo es por los del Norte, Israel. Así se convierte en rey de todas las tribus, dando cumplimiento a la unción que sobre él realizó Samuel (1 Sam 16,13). En realidad fue siempre un reino "dividido", sin cohexión interna, desgarrado por luchas partidarias hasta la escisión a la muerte de Salomón (1 Re 12)
2ª Lectura: Colosenses 1,12-20
Hermanos:
Damos gracias a Dios
Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la
luz. El nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al
reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el
perdón de los pecados. El es imagen de Dios invisible, primogénito de toda
criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y
terrestres, visibles e invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados,
Potestades; todo fue creado por él y para él. El es anterior a todo, y todo se
mantiene en él. El es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. El es el
principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo.
Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso
reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo
la paz por la sangre de su cruz.
*** *** *** ***
En aquel tiempo, las
autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros se ha salvado; que se
salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”.
Se burlaban de él
también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de
los judíos, sálvate a ti mismo”.
Había encima un
letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Este es el rey de los judíos”.
Uno de los
malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías?
Sálvate a ti mismo y a nosotros”.
Pero el otro lo
increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo
nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio este no
ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.
Jesús le respondió:
“Te lo aseguró: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
*** *** *** ***
San Lucas nos ofrece otro aspecto de la realeza de Cristo: la cruz es el trono de su realeza "histórica". Jesús muere como "el rey de los Judíos", coronado de espinas y desnudo, expuesto a la burla de las gentes, en el más radical anonadamiento, despojado de su rango (Flp 2,6s), entre dos malhechores. La actitud de estos visibiliza las posibles actitudes ante el Crucificado y su reino: burlarse de él o pedir humildemente ser acogido en su recinto. Jesús, hasta el final de su vida mantuvo abierta la oferta. No deja de ser significativo que, mientras san Mateo (27,44) y san Marcos (15,32b) presenten a los dos malhechores en una actitud hostil ante Jesús, san Lucas introduzca una matización: mientras uno le increpa, otro le invoca.
REFLEXIÓN PASTORAL
Dando culmen al año
litúrgico, la Iglesia celebra la fiesta de Cristo rey. Es verdad que a algunos
esto puede sonarles a imperialismo triunfalista o a temporalismo trasnochado.
Es el riesgo del lenguaje, por eso hay que ir más allá, superando las
resonancias espontáneas e inmediatas de ciertas expresiones para captar la
originalidad de cada caso; de esta fiesta y de este título en concreto.
La afirmación del
señorío de Cristo se encuentra abundantemente testimoniada en el NT.: El es Rey
(Jn 18,37); es el primogénito de la creación y todo fue creado por él y para él
(Col 1,15-16); es digno de recibir el honor, el poder y la gloria (Apo 5,12)...
La segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, es un exponente cualificado de esta realeza de Cristo.
Pero no es este el
único tipo de afirmaciones; existen otras, también de Cristo Rey: “Vosotros me llamáis el Señor, y tenéis
razón, porque lo soy; pues yo os he lavado los pies” (Jn 13,13-14), porque
“no ha venido a ser servido sino a servir”
(Mc 10,45), y su servicio más
cualificado fue dar la vida en rescate por muchos, reconciliando consigo todos
los seres, haciendo la paz por la sangre de su cruz (Col 1,20).
Hablar de Cristo Rey
exige ahondar en el designio salvador de Dios, abandonando esquemas que no
sirven. El que nace en un pesebre, al margen de la oficialidad política, social
y religiosa, el que trabaja con sus manos, el que recorre a pie los caminos
infectados por la miseria y el dolor, el que no tiene dónde reclinar la cabeza,
el que no sabe si va a comer mañana, el que acaba proscrito en una cruz…, ese
tiene poco que ver con los reyes al uso, los de ayer y los de hoy.
Precisamente, el
evangelio de este domingo nos le presenta reinando desde un trono escandaloso,
la cruz, en una postura incómoda, y ejerciendo hasta el final lo que fue su
forma peculiar de gobierno: el perdón y la misericordia.
Sí, Cristo es rey.
El habló ciertamente de un reino; más aún este fue el tema central de su vida,
y vivió consagrado a la instauración de ese reino; pero nunca aceptó que le
nombraran rey. En una ocasión la gente lo intentó, y él, nos dice el
evangelista S. Juan: “Dándose cuenta
Jesús de que intentaban venir a tomarlo por la fuerza para hacerle rey, huyó de
nuevo al monte solo” (6,15).
“Mi
reino no es de este mundo” (Jn 18,36), dijo Jesús ante Pilato. Y se
puede caer en la equivocación de pensar que no es para este mundo. El reino de
Cristo, y Cristo rey, no se identifica con los esquemas de los reinos o poderes
de este mundo, pero sí que reivindica su protagonismo como fuerza
transformadora de este mundo.
Como se dice en el prefacio de la misa, el reino de
Cristo es el reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, el reino
de la justicia, del amor y la paz. O sea, la lucha contra todo tipo de mentira
(personal o institucional), contra todo atentado a la vida (antes y después del
nacimiento), contra todo tipo de pecado (individual o estructural), contra cualquier
injusticia, contra la manipulación de la paz y contra la locura suicida y
fratricida del odio. ¡No es de este mundo…, pero es para este mundo!
Celebrar la fiesta
de Cristo Rey supone para nosotros una llamada a enrolarnos como militantes de
su “reinado”; a situar a Cristo en el vértice y en la base de nuestra
existencia; a abrirle de par en par las puertas de nuestra vida, porque él no
viene a hipotecar sino a posibilitar la vida. “Abrid las puertas a Cristo.
Abridle todos los espacios de la vida. No tengáis miedo. El no viene a
incautarse de nada, sino a dar posibilidades a la existencia. A llenar del
sentido de Dios, de la esperanza que no defrauda, del amor que vivifica” (Juan
Pablo II).
La fiesta de Cristo
rey nos invita, también a elevar a él los ojos y el corazón, para pedirle con
humildad y esperanza: “Señor acuérdate de
mi cuando estés en tu reino” (Lc 23,43). ¡Hermosa confesión general!
Quizá aún alguien evoque con nostalgia tiempos de consagraciones multitudinarias a Cristo rey, a las que se asistía y de las que se regresaba convencidos y contentos de su éxito. No
importaba que, después de tal consagración, todo funcionara como antes o peor. No
importaba que los negocios fueran sucios, que las autoridades abusasen del
poder, que los poderosos ignorasen a los pobres y estos odiasen a los poderosos, que se funcionara en muchos
aspectos no solo al margen sino en contra de Cristo, que en muchas casas no
entrase Cristo, aunque sí estuviese a la puerta… No importaba todo eso, porque
en algún lugar, con gran solemnidad, unos cuantos, o muchos, habían decido
ponerlo todo oficialmente a los pies de Cristo rey. Sí; no podemos ser injustos
ni ironizar sobre el pasado. Sin duda que aquello era un gesto bien
intencionado y noble…, pero insuficiente.
¡A Cristo no hay
ponerle muy alto sino muy dentro! El reino de Dios empieza en la intimidad del
hombre, donde brotan los deseos, las inquietudes y los proyectos; donde se
alimentan los afectos y los odios, la generosidad y la cobardía…
A Cristo rey, en
definitiva, se le conoce, como nos recuerda el evangelio, profundizando en el
misterio de la cruz. Acampemos cerca de él, para escuchar como el buen ladrón
la palabra salvadora: “Hoy estarás
conmigo en el paraíso”.
REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Siento pasión por el reino de
Dios?
.- ¿Con qué actos y actitudes
colaboro a que venga a nosotros su Reino?
.- ¿Adopto la actitud “regia” de
Jesús?
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