jueves, 21 de noviembre de 2013

DOMINGO XXXIV -C-


1ª Lectura: 2 Samuel 5,1-3

    En aquellos días, todas la tribus de Israel fueron a Hebrón a ver a David y le dijeron: “Hueso tuyo somos y carne tuya somos; ya hace tiempo, cuando todavía Saúl era nuestro rey, eras tú quién dirigías las entradas y salidas de Israel. Además, el Señor te ha prometido: Tú serás el pastor de mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel”.
    Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón a ver al rey, y el rey David hizo con ellos un pacto en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos ungieron a David como rey de Israel.

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    Tras la muerte de Saúl, las tribus del Norte, ante la presión filistea, deciden acudir a David, que se hallaba en Hebrón, para ofrecerle el gobierno de Israel. Consagrado primeramente como rey por los clanes del Sur, los de Judá (2 Sam 2,4), ahora lo es por los del Norte, Israel. Así se convierte en rey de todas las tribus, dando cumplimiento a la unción que sobre él realizó Samuel (1 Sam 16,13). En realidad fue siempre un reino "dividido", sin cohexión interna, desgarrado por luchas partidarias hasta la escisión a la muerte de Salomón (1 Re 12) 

2ª Lectura: Colosenses  1,12-20

    Hermanos:
   Damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz. El nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. El es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para él. El es anterior a todo, y todo se mantiene en él. El es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. El es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.

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     Este bellisimo himno de la carta a los Colosenses presenta un aspecto de la "realeza" de Cristo: una realeza universal y salvífica. Primogénito de toda criatura, cabeza de la Iglesia..., en él reside la plenitud y es el punto de reconciliación, de encuentro, de Dios con los hombres, a través de su muerte redentora y resurrección gloriosa. Es la dimensión definitiva del reinado de Jesucristo


Evangelio: Lucas 23, 35-43


                                                
    En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros se ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”.
    Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”.
    Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Este es el rey de los judíos”.
   Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”.
   Pero el otro lo increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio este no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.
    Jesús le respondió: “Te lo aseguró: hoy estarás conmigo en el paraíso”.

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    San Lucas nos ofrece otro aspecto de la realeza de Cristo: la cruz es el trono de su realeza "histórica".  Jesús muere como "el rey de los Judíos", coronado de espinas y desnudo, expuesto a la burla de las gentes, en el más radical anonadamiento, despojado de su rango (Flp 2,6s), entre dos malhechores. La actitud de estos visibiliza las posibles actitudes ante el Crucificado y su reino: burlarse de él o pedir humildemente ser acogido en su recinto. Jesús, hasta el final de su vida mantuvo abierta la oferta. No deja de ser significativo que, mientras san Mateo (27,44) y san Marcos (15,32b) presenten a los dos malhechores en una actitud hostil ante Jesús, san Lucas introduzca una matización: mientras uno le increpa, otro le invoca.  

REFLEXIÓN PASTORAL

    Dando culmen al año litúrgico, la Iglesia celebra la fiesta de Cristo rey. Es verdad que a algunos esto puede sonarles a imperialismo triunfalista o a temporalismo trasnochado. Es el riesgo del lenguaje, por eso hay que ir más allá, superando las resonancias espontáneas e inmediatas de ciertas expresiones para captar la originalidad de cada caso; de esta fiesta y de este título en concreto.
    La afirmación del señorío de Cristo se encuentra abundantemente testimoniada en el NT.: El es Rey (Jn 18,37); es el primogénito de la creación y todo fue creado por él y para él (Col 1,15-16); es digno de recibir el honor, el poder y la gloria (Apo 5,12)... La segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, es un exponente cualificado de esta realeza de Cristo.
    Pero no es este el único tipo de afirmaciones; existen otras, también de Cristo Rey: “Vosotros me llamáis el Señor, y tenéis razón, porque lo soy; pues yo os he lavado los pies” (Jn 13,13-14), porque “no ha venido a ser servido sino a servir” (Mc 10,45),  y su servicio más cualificado fue dar la vida en rescate por muchos, reconciliando consigo todos los seres, haciendo la paz por la sangre de su cruz (Col 1,20).
    Hablar de Cristo Rey exige ahondar en el designio salvador de Dios, abandonando esquemas que no sirven. El que nace en un pesebre, al margen de la oficialidad política, social y religiosa, el que trabaja con sus manos, el que recorre a pie los caminos infectados por la miseria y el dolor, el que no tiene dónde reclinar la cabeza, el que no sabe si va a comer mañana, el que acaba proscrito en una cruz…, ese tiene poco que ver con los reyes al uso, los de ayer y los de hoy.
    Precisamente, el evangelio de este domingo nos le presenta reinando desde un trono escandaloso, la cruz, en una postura incómoda, y ejerciendo hasta el final lo que fue su forma peculiar de gobierno: el perdón y la misericordia.
    Sí, Cristo es rey. El habló ciertamente de un reino; más aún este fue el tema central de su vida, y vivió consagrado a la instauración de ese reino; pero nunca aceptó que le nombraran rey. En una ocasión la gente lo intentó, y él, nos dice el evangelista S. Juan: “Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarlo por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte solo” (6,15). 
    “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18,36), dijo Jesús ante Pilato. Y se puede caer en la equivocación de pensar que no es para este mundo. El reino de Cristo, y Cristo rey, no se identifica con los esquemas de los reinos o poderes de este mundo, pero sí que reivindica su protagonismo como fuerza transformadora de este mundo.
    Como se  dice en el prefacio de la misa, el reino de Cristo es el reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, del amor y la paz. O sea, la lucha contra todo tipo de mentira (personal o institucional), contra todo atentado a la vida (antes y después del nacimiento), contra todo tipo de pecado (individual o estructural), contra cualquier injusticia, contra la manipulación de la paz y contra la locura suicida y fratricida del odio. ¡No es de este mundo…, pero es para este mundo!
    Celebrar la fiesta de Cristo Rey supone para nosotros una llamada a enrolarnos como militantes de su “reinado”; a situar a Cristo en el vértice y en la base de nuestra existencia; a abrirle de par en par las puertas de nuestra vida, porque él no viene a hipotecar sino a posibilitar la vida. “Abrid las puertas a Cristo. Abridle todos los espacios de la vida. No tengáis miedo. El no viene a incautarse de nada, sino a dar posibilidades a la existencia. A llenar del sentido de Dios, de la esperanza que no defrauda, del amor que vivifica” (Juan Pablo II).
    La fiesta de Cristo rey nos invita, también a elevar a él los ojos y el corazón, para pedirle con humildad y esperanza: “Señor acuérdate de mi cuando estés en tu reino” (Lc 23,43). ¡Hermosa confesión general!
    Quizá aún alguien  evoque con nostalgia tiempos de consagraciones multitudinarias a Cristo rey, a las que se asistía y de las que se regresaba convencidos y contentos de su éxito. No importaba que, después de tal consagración, todo funcionara como antes o peor. No importaba que los negocios fueran sucios, que las autoridades abusasen del poder, que los poderosos ignorasen a los pobres y estos odiasen  a los poderosos, que se funcionara en muchos aspectos no solo al margen sino en contra de Cristo, que en muchas casas no entrase Cristo, aunque sí estuviese a la puerta… No importaba todo eso, porque en algún lugar, con gran solemnidad, unos cuantos, o muchos, habían decido ponerlo todo oficialmente a los pies de Cristo rey. Sí; no podemos ser injustos ni ironizar sobre el pasado. Sin duda que aquello era un gesto bien intencionado y noble…, pero insuficiente.
    ¡A Cristo no hay ponerle muy alto sino muy dentro! El reino de Dios empieza en la intimidad del hombre, donde brotan los deseos, las inquietudes y los proyectos; donde se alimentan los afectos y los odios, la generosidad y la cobardía…
    A Cristo rey, en definitiva, se le conoce, como nos recuerda el evangelio, profundizando en el misterio de la cruz. Acampemos cerca de él, para escuchar como el buen ladrón la palabra salvadora: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Siento pasión por el reino de Dios?
.- ¿Con qué actos y actitudes colaboro a que venga a nosotros su Reino?
.- ¿Adopto la actitud “regia” de Jesús?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

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