1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 5,27b-32. 40b-41.
“En aquellos días, el sumo sacerdote interrogó a los
Apóstoles y les dijo: ¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar en nombre
de ése? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis
hacernos responsables de la sangre de ese hombre.
Pedro y los Apóstoles replicaron: Hay que obedecer a
Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a
quién vosotros matasteis, colgándolo de un madero. La diestra de Dios lo exaltó
haciéndolo jefe y salvador, para otorgarle a Israel la conversión con el perdón
de los pecados. Testigo de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da
a los que le obedecen.
Azotaron a los Apóstoles, les prohibieron hablar en nombre de Jesús y los soltaron. Ellos salieron del Consejo contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús”.
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Liberados milagrosamente de la cárcel, los Apóstoles
vuelven al Templo a dar con valentía
testimonio de Jesucristo (Hch 5,17-21). Son apresados de nuevo y conducidos
ante el Sanedrín. Es el contexto del texto seleccionado para este Domingo III.
Porque, “hay que obedecer a Dios antes que a los
hombres” los Apóstoles, con Pedro a la cabeza, no cesan de dar testimonio
público, también ante las máximas autoridades religiosas del judaísmo,
confortados por el Espíritu, de la resurrección del Señor “con mucho valor”. No
les atemorizan las amenazas ni los castigos. Al contrario, el sufrimiento por
Jesucristo es motivo de alegría. Hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres no es una excusa para no obedecer a
nadie; es el principio radical de la obediencia cristiana.
“Yo, Juan, miré y escuché la voz de muchos ángeles:
eran millares y millones alrededor del trono y de los vivientes y de los
ancianos, y decían con voz potente: “Digno es el Cordero degollado de recibir
el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la
alabanza”.
Y oí a todas las criaturas que hay en el cielo, en la
tierra, bajo la tierra, en el mar –todo lo que hay en ellos que decían: “Al que
se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder
por los siglos de los siglos”. Y los cuatro vivientes respondían: “Amén”.
Y los ancianos cayeron rostro en tierra, y se postraron ante el que vive por los siglos de los siglos”.
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El texto seleccionado pertenece a la primera parte de “la sección de la visiones”
del libro del Apocalipsis (caps. 4-16). En él se muestra la glorificación
celestial del Cordero degollado (Cristo crucificado), a la que se unen todas
las criaturas del Cielo y de la Tierra. En el marco de una comunidad cristiana
perseguida, ya con numerosos mártires en sus filas, el libro del Apocalipsis se
presenta como un estímulo a la fidelidad y a la esperanza. El triunfo de Cristo
es la garantía. Los que mueran con él y por él, resucitarán con él y como él
(Apo 7,14; 12,11; Rom 14,8; I Tm 2,11). La Pascua de Cristo, es también la
pascua del cristiano: “Donde yo esté estará el que me haya servido” (Jn 12,26),
pues me voy a prepararos un lugar (Jn 14,2). Los que aún caminamos por “cañadas
oscuras” (Sl 23,4) necesitamos esta inyección de optimismo para alimentar y
testimoniar nuestra esperanza (Rom 12,12; I Pe 3,15)
“En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los
discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera.
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo,
Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros discípulos suyos. Simón
Pedro les dice: Me voy a pescar. Ellos contestaron: Vamos también nosotros
contigo.
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron
nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los
discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús
les dice: Muchachos, ¿tenéis pescado?
Ellos
contestaron: No.
Él
le dice: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.
La echaron y no tenían fuerza para sacarla, por la
multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: Es
el Señor.
Al oír que era el Señor, Simón Pedro que estaba
desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron
en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando
la red con los peces. Al saltar a tierra ven unas brasas con un pescado puesto
encima y pan.
Jesús les dice: Traed de los peces que acabáis de
coger.
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la
orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aunque eran
tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice: Vamos, almorzad.
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle
quién era, porque sabían que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo
da; y lo mismo el pescado.
Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los
discípulos, después de resucitar de entre los muertos.
(*Después de comer dice Jesús a Simón Pedro: Simón,
hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?
Él
contestó: Sí, Señor, tu sabes que te quiero.
Jesús
le dice: Apacienta mis corderos.
Por
segunda vez le pregunta: Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
Él
le contesta: Sí, Señor, tú sabes que te quiero.
Él
le dice: Pastorea mis ovejas
Por
tercera vez le pregunta: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?
Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera
vez si lo quería y le contestó: Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero.
Jesús le dice: Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro:
cuando eras joven tú mismo te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando seas
viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras.
Esto lo dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto añadió: Sígueme”*).
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El capítulo 21 del IV Evangelio plantea problemas
respecto de su originalidad y autoría frente al conjunto de la obra (se piensa
que es una adición posterior, basta comparar 20, 30-31 y 21,25), pero no
respecto de su carácter inspirado y canónico. Consta de varios elementos
entrelazados: 1) Una aparición junto al lago, una pesca infructuosa / fecunda,
una comida y una conclusión: es la tercera aparición de Jesús. 2) La comisión
del pastoreo a Simón Pedro; 3) la suerte del “discípulo amado” y 4) una
conclusión. Nos ocupamos en este comentario
del punto 1) la aparición junto al lago.
De
regreso a Galilea, los discípulos siguen unidos. Han vuelto a sus “redes”. El relato está cargado de sugerencias: pesca
infecunda sin Jesús, fecunda al seguir sus sugerencias (Lc 5,4-7); la faena
trascurre “de noche”, mientras la presencia de Jesús tiene lugar “al amanecer”
(Jesús es asociado a la luz, la ausencia a la oscuridad; la resurrección de
Cristo va asociada al alba, a la aurora); banquete preparado y servido por
Jesús...
Jesús no ha abandonado a los suyos: les acompaña…
Sigue siendo el mismo, aunque no de la misma manera, por eso no lo reconocen al
principio. Pero enseguida el “discípulo amado” (el amor es clarividente) lo
intuye: ¡Es el Señor! Y la reacción de Pedro, impetuosa, muestra que él sí es
el mismo y lo mismo.
La calidad de la pesca y la cantidad -150 peces grandes- simboliza la verdad de las palabras de Jesús: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5); la comida es una evocación de las comidas de Jesús con los suyos: él la prepara y la sirve, pero también ellos han de aportar de su pesca.
REFLEXIÓN
PASTORAL
Afirmar que Jesús vive y convive, que está presente en
la vida de sus discípulos, es la finalidad de los relatos evangélicos de las
apariciones. Por la resurrección Jesús
no ha roto con los suyos. Sigue llamándoles “mis hermanos” (Jn 20,17),
acompañándoles (Lc 24,13-35), inspirándoles (Lc
24,36-49) y compartiendo sus tareas. Así, hoy le vemos siguiendo
atentamente, desde la orilla, una noche de trabajo de un grupo de discípulos,
capitaneado por Pedro, en el lago de Galilea.
El relato, a primera vista sencillo, está, sin
embargo, cargado de simbolismo. Su intención no se reduce a la información
sobre un hecho puntual y aislado, el de una pesca milagrosa; eso, con ser
importante, no es trascendente. El evangelista quiere manifestarnos algo más
profundo.
Porque ese “ir a pescar” de Pedro y los apóstoles es
un ir a la misión evangelizadora; ese
“lago” simboliza el mundo, y la “barca”, la iglesia. Los “ciento cincuenta
peces grandes” hablan de la plenitud y fecundidad de la misión; la “red que no
se rompe” a pesar de la cantidad y magnitud de la pesca, significa la capacidad
de acogida de la Iglesia; la “orilla” desde la que Jesús ordena y espera, es su
puesto de vigía como Señor de la Iglesia y de la historia; la comida preparada
por Jesús, la eucaristía, alimento y fortaleza de todo evangelizador. Pero,
sobre todo, en esa pesca hay un antes y un después, un vacío y una plenitud, un
trabajo estéril y un trabajo fecundo: la diferencia la marca la orden de Jesús:
“Echad la red”.
Éste es el núcleo del relato: la Iglesia, en su
misión, sólo es fecunda en la obediencia y en la comunión con el Señor; no
cuando toma iniciativas o adopta estrategias autónomas, por muy programadas y
técnicas que parezcan. “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Y esta
obediencia al Señor, como nos recuerda la 1ª lectura, exige ciertas
“desobediencias”. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech
5,29). Sin buscar la confrontación, la
Iglesia, sin embargo, no debe adoptar posturas tibias ni ambiguas. Ni debe
extrañarse de ser criticada y hasta perseguida; a la Iglesia solo debe
preocuparle la fidelidad al Señor: ahí está su cruz, pero también su
resurrección. Y esto tiene su
aplicación a la vida personal.
Cada uno he de convencerse de que sin la vinculación
personal y entrañable con Xto., nuestra red estará siempre vacía. Y que esta
conexión vital con el Señor no es un mero sentimiento sino que está exigiendo
una obediencia fundamental a Dios antes que a los hombres. Lo que no es una
excusa o pretexto para no obedecer a nadie, sino un criterio para clarificar y
dignificar nuestra obediencia. Hay dos modos de vivir, pero sólo uno es
fecundo: vivir en el nombre del Señor, a su estilo.
.-
¿Qué implica obedecer a Dios antes que a los hombres?
.- De los dos modos de vivir, ¿cuál es el mío?
.- ¿Siento como propia la misión evangelizadora de la Iglesia?
DOMINGO
J. MONTERO CARRIÓN, franciscano capuchino.