jueves, 22 de noviembre de 2018

DOMINGO XXXIV -B-: SOLEMNIDAD DE CRISTO REY


1ª Lectura: Daniel 7,13-14

    Yo vi, en una visión nocturna, venir una especie de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el Anciano venerable y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará.

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    En el marco de una visión nocturna, caracterizada por la presencia de cuatro fieras, representantes de los cuatro imperios entonces conocidos, que sembraron de terror la tierra, Daniel contempla la aparición de este personaje misterioso, a quien un Anciano radiante de luz, símbolo de Dios,  le entrega el dominio de la creación y un reinado eterno sobre la misma. Descodificar la identidad de ese personaje es una cuestión abierta, que oscila entre una interpretación colectiva -el pueblo de Dios (v 27)- o individual. Posteriormente la tradición judía lo identificará con el Mesías davídico. Jesús evocará también esta imagen (Mc 13,26 par; Mt 25,31) como expresión de su propia esperanza, y se convertirá en imagen privilegiada de su manifestación en gloria (Mc 14,62 par; Hch 7,55-56). 

2ª Lectura: Apocalipsis 1,5-8

     A Jesucristo,  el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. A aquel que nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre, non ha convertido en un reino y hechos sacerdotes de Dios, su Padre, a Él, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. ¡Mirad! Él viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que le atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa. Sí. Amén. Dice Dios: Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso.

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    Este texto, que sirve de apertura del libro del Apocalipsis, encadena una serie de títulos suficientes para elaborar una rica cristología. Es el Alfa (Principio) y la Omega (Fin); el Redentor, el que nos ama, el Veraz... El Príncipe de los reyes de la tierra.

  
Evangelio: Lucas 23, 35-43


    En aquel tiempo, las  autoridades y el pueblo hacían muecas a Jesús, diciendo: A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.
    Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
    Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: ESTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS.
    Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.
     Pero el otro le increpaba: ¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.
     Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.
     Jesús le respondió: Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.

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    El relato de la crucifixión de Jesús en  Lucas presenta peculiaridades respecto de los otros sinópticos: suaviza la agresividad de las autoridades judías; incluye la burla de los soldados, desarrolla la escena de los dos ladrones y sustituye las palabras “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” por aquellas otras de “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Lucas subraya que sea un malhechor crucificado el único que declara inocente a Jesús. Y convierte la súplica de ese malhechor en la oración del primer creyente que experimenta el fruto salvador de la cruz. Jesús entra en el paraíso acompañado de aquel “bienaventurado”. Muere como vivió: ejerciendo la misericordia.


REFLEXIÓN PASTORAL

     La fiesta de Cristo Rey da culmen al año litúrgico. En unos tiempos en que la Iglesia reivindica la imagen de un Jesús humilde y servidor de los pobres, y ella misma reivindica para sí ese rostro, esta fiesta puede sonar a imperialismo triunfalista o a temporalismo trasnochado. Es el riesgo del lenguaje; por eso hay que ir más allá, de las resonancias espontáneas e inmediatas de ciertas expresiones, para captar la originalidad de cada caso.
      La afirmación del señorío de Cristo se encuentra abundantemente testimoniada en el NT.: El es Rey (Jn 18,37); es el primogénito de la creación: todo fue creado por él y para él (Col 1,15-16); es digno de recibir el honor, el poder y la gloria (Apo 5,12); “el príncipe de los reyes de la tierra (Apo 1,5)...
      Pero no es este el único tipo de afirmaciones; existen otras, también de Cristo Rey: “Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy; pues si yo os he lavado los pies… (Jn 13,13),  porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45), reconciliando consigo todos los seres, haciendo la paz por la sangre de su cruz (Col 1,20). Es significativo que el texto evangélico de este domingo sea el de Cristo en la cruz, como servidor de misericordia.
     Hablar de Cristo Rey exige ahondar en el designio salvador de Dios, abandonando esquemas que no sirven. El que nace en un establo y es acunado en un pesebre, al margen de la oficialidad política, social y religiosa; el que trabaja con sus manos; el que recorre a pie los caminos infectados por la miseria y el dolor; el que no tiene dónde reclinar la cabeza; el que no sabe si va a comer mañana; el que acaba proscrito en una cruz…, ese tiene poco que ver con los reyes al uso, los de ayer y los de hoy.
     Sí, Cristo es rey. Él habló ciertamente de un reino; más aún este fue el tema central de su vida, y vivió consagrado a la instauración de ese Reino; pero nunca aceptó que le nombraran rey (Jn 6,15). Sólo en la cruz...
      Celebrar la fiesta de Cristo Rey supone para nosotros una oración intensa y responsable para que “Venga a nosotros tu Reino”; habilitando el corazón para que eche ahí sus raíces. Pues a Cristo no hay ponerle muy alto sino muy dentro. El reino de Dios empieza en la intimidad del hombre, donde brotan los deseos, las inquietudes y los proyectos; donde se alimentan los afectos y los odios, la generosidad y la cobardía… Y desde un corazón así, pedirle como el buen ladrón desde la cruz: “Señor, acuérdate de mí (de nosotros) cuando llegues a tu Reino” (Lc 23,42).
      Un reino por el que hemos de trabajar ahora. Un reino con unas características bien definidas. Como se dice en el prefacio de la misa de esta fiesta, el reino de Cristo es el reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, del amor y la paz.
        O sea, la lucha contra todo tipo de mentira (personal o institucional), contra todo atentado a la vida (antes y después del nacimiento), contra todo tipo de pecado (individual o estructural), contra cualquier injusticia, contra la manipulación de la paz y contra la locura suicida y fratricida del odio. ¡No es como los de este mundo…, pero es para este mundo!
      Un reino que necesita militantes que sitúen a Cristo en el vértice y la base de su existencia; abriéndole de par en par las puertas de la vida, porque él no viene a hipotecarla sino a darla posibilidades. “Abrid las puertas a Cristo. Abridle todos los espacios de la vida. No tengáis miedo. Él no viene a incautarse de nada, sino a dar posibilidades a la existencia, viene a llenar del sentido de Dios, de la esperanza que no defrauda, del amor que vivifica” (San Juan Pablo II).


REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué resonancias trae a mi vida la fiesta de Cristo Rey?
.- ¿Trabajo porque venga a nosotros su Reino?
.- ¿Abro a Cristo las puertas de mi vida?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

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