miércoles, 28 de marzo de 2018

DOMINGO DE RESURRECCIÓN -B-


1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 10,34a. 37-43

    En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: Hermanos, vosotros conocéis lo que pasó en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa comenzó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos. El testimonio de los profetas es unánime: que los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados.

                                                ***             ***             ***

    El texto seleccionado forma parte del discurso de Pedro en casa del centurión Cornelio. En él hace una apretada síntesis de la historia de Jesús, desde el bautismo hasta su muerte y resurrección. Subraya su paso bienhechor por el mundo, “porque Dios estaba con él”. Destaca su glorificación/resurrección por Dios y la aparición a los discípulos, convertidos en anunciadores de que Jesús, por su resurrección, es el Señor de vivos y muertos, fuente de perdón para los que creen en él, más allá de connotaciones étnicas o culturales (Hch 10,34-35).

2ª Lectura: Colosenses 3,1-4

    Hermanos:
    Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria.

                                      ***             ***             ***

    La fe en la resurrección es urgencia de vida. En Cristo resucitado el creyente tiene ya un espacio reservado en su triunfo. Vive sacramentalmente unido a él; esa comunión de existencias se manifestará plenamente cuando “aparezca Cristo” como Señor de la historia. Mientras, el cristiano no debe desorientar su vida ni desorientar con su vida: ha de remitir linealmente a Cristo.

Evangelio: Juan 20,1-9


    El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue a donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien quería Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos donde lo han puesto. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo: pero no entró. Llegó también Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

                                              ***             ***             ***

    La fe en Cristo resucitado no se apoya en un sepulcro vacío. El sepulcro vacío es una “prueba” secundaria. No es la tumba vacía la que explica la resurrección de Jesús, sino viceversa: la resurrección clarifica a la tumba vacía. Solo el encuentro con el Señor aclarará la vida de los discípulos. Con todo, es el IV Evangelio el que ofrece el relato más detallado. Presenta a Pedro y al discípulo amado como testigos privilegiados, y destaca el “orden” existente dentro del sepulcro. Allí se ha producido “algo” extraordinario y de momento inexplicable; solo la comprensión de la Escritura lo aclarará.

REFLEXIÓN PASTORAL

      En la celebración de la Resurrección, la Iglesia vibra con particular intensidad; su liturgia es una eclosión de gozo y esperanza; el “gloria” y el “aleluya” vuelven a resonar. Las flores adornan los altares; la música y el color blanco presiden y revisten todos los espacios. Y es que la Resurrección es el fundamento de la fe: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe; más todavía: resultamos unos falsos testigos… Si Cristo no ha resucitado… seguís estando en vuestros pecados… Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad. Pero  Cristo ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto!” (1 Cor 15,14-20).
     La fe cristiana se mantiene en pie o se desmorona como un castillo de naipes con la verdad o no del testimonio de la resurrección de Jesús de entre los muertos. La resurrección reivindica, da veracidad y credibilidad a su vida. La Iglesia lo entendió así desde el principio.
     Sin ella, Jesús habría sido una personalidad religiosa radicalmente fallida, válida solo en cuanto que su mensaje nos convenza o no. Seríamos nosotros quienes, en definitiva, le haríamos inmortal, Jesús dependería de nosotros. Y si esta “dependencia” tiene su lado positivo -somos responsables de que a Jesús se le “sienta vivo”-, es, sin embargo, insuficiente y equívoca, porque no somos nosotros los responsables de que “esté vivo”. Eso es obra del Padre, “que lo resucitó de entre los muertos” (Gál 1,1).
     Jesús no vive solo en su “mensaje”: no es solo una resurrección “funcional”; es, más bien, su mensaje el que vive en Jesús resucitado: se trata de una resurrección “personal”. Si Jesús no hubiera resucitado no habría rebasado la condición de un personaje ilustre, utópico… pero mortal, como cualquier hombre. Sería un hombre, y nada más.
     La primera lectura lo subraya: Jesús fue un hombre “ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien… Lo mataron…, pero Dios lo resucitó…, y lo ha constituido juez de vivos y muertos”.
     Pero afirmado esto, hay que subrayar que la resurrección de Jesús no termina ahí, no se agota en él ni la agota él: Jesús nos ha incorporado a su victoria sobre la muerte. San Pablo destaca las consecuencias y los efectos en los creyentes. El cristiano ya ha resucitado con Cristo (2ª lectura).
      No hay, pues, que esperar a morir físicamente para resucitar. La resurrección ha tenido lugar “sacramentalmente”, pero “realmente”, en el bautismo, pues “cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo” (Gal 3,27), o “¿es que no sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos con él sepultados en la muerte para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos, también nosotros andemos en una vida nueva” (Rom 6,3-4). “Vuestra vida está con Cristo escondida en Dios” (Col 3,3).
     Y esto debe hacerse visible en la vida, en eso consiste el testimonio cristiano, dando trascendencia y profundidad a la vida. Por eso san Pablo anima a celebrar la Pascua “con los panes ázimos de la sinceridad y de la verdad” (1 Cor 5,8). ¡Feliz Pascua! Con mis mejores deseos de vivir la Vida que nos regala el Resucitado.  

 REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Qué huella deja en mi vida Cristo resucitado?
.- ¿Qué huellas dejo yo en mi paso por la vida?
.- ¿Cuáles son y dónde están mis aspiraciones?


DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

miércoles, 21 de marzo de 2018

DOMINGO DE RAMOS -B-


1ª Lectura: Isaías 50,4-7

    Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados. El Señor me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he echado atrás. Ofrecía la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos. Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido; por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré avergonzado.

                                          ***             ***             ***

    El texto seleccionado forma parte una sección importante del libro de Isaías, denominada “Cantos del Siervo”. Estamos en el tercer “canto”. Más allá de los problemas exegéticos sobre la identidad del “Siervo”, la figura que aparece en este canto es la de un hombre consciente de una misión encomendada por Dios, misión que le ha destrozado la vida pero no le ha arrancado la esperanza en el Señor.
    En él se cumplen las palabras del salmo 23,4: “Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo, tu cayado me consuela”, o aquellas otras de san Pablo “Sé de quien me he fiado” (2 Tim 1,12). Estos cantos han sido releídos y aplicados en parte a la persona de Jesús, en el NT y en la liturgia de Iglesia.

2ª Lectura: Filipenses 2,6-11

    Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo, y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre”; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble -en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo-, y toda lengua proclame:¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre.

                            ***             ***             ***

    Nos hallamos ante un himno prepaulino, posiblemente se remonte a la catequesis de san Pedro (Hch 2,36; 10,39). San Pablo lo inserta en su carta a los Filipenses y lo enriquece con aportaciones personales, entre las que destaca la mención a la muerte de cruz. Tampoco puede descartarse una alusión a la antítesis Adán-Cristo: mientras uno tiende a “autodivinizarse” (Adán), el otro opta por “rebajarse” (Cristo).
    En el texto paulino se perciben dos momentos: uno kerigmático, centrado en esa opción del Hijo de Dios manifestada en Jesucristo (Dios y Hombre), que es revalidado por el Padre y convertido en Señor del universo, y otro parenético: exhortación a los cristianos a identificarse con esa opción humilde y de entrega del Hijo de Dios: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo” (Flp 2,5).


Evangelio: Marcos 14,1-15,47 (Relato de la Pasión)

                                                               

REFLEXIÓN PASTORAL

     En el umbral de la Semana Santa nada parece más adecuado que aclarar el por qué y para qué de todo lo que celebramos en estos días.
     Envueltos en la “cultura” del espectáculo -que hace del hombre más espectador que protagonista- nos vemos expuestos al peligro de considerar desde esta perspectiva la realidad de la obra de Dios en Cristo, que, ciertamente, fue espectacular por su hondura y verdad, pero no fue un espectáculo.
      En unos días en que los templos abren sus puertas, y las calles, mitad museos y mitad iglesias, se convierten en un espacio y exposición singular de arte y religiosidad, ¿cuántos nos detenemos a pensar que “todo eso” fue por nosotros, y no porque sí?
    Es verdad que no faltan quienes interpretan reductivamente la vida y muerte de Jesús, prescindiendo de esta referencia -por nosotros-. Puede que esa sea una lectura “neutral”, pero, ciertamente, no es una lectura “inspirada”. Porque, si es cierto que la muerte de Jesús tuvo unas motivaciones lógicas (su oposición a ciertos estamentos y planteamientos de la sociedad de su tiempo que se vieron amenazos por su predicación y su comportamiento), también lo es, sobre todo, que no estuvo desprovista de motivaciones teológicas. El mismo Jesús temió esta tergiversación o reducción y avanzó unas claves obligadas de lectura.
     Jesús previó su muerte, la asumió, la protagonizó y la interpretó para que no le arrancaran su sentido, para que no la instrumentalizaran ni la tergiversaran.
      La Semana Santa, a través de su liturgia y de las manifestaciones de la religiosidad popular, debe contribuir a reconocer e interiorizar con gratitud el amor de Dios en nuestro favor manifestado en Cristo, y a anunciarlo con responsabilidad, concretándolo en el amor fraterno.
     Si nos desconectamos, o no nos sentimos afectados por su muerte y resurrección quedaremos suspendidos en un vertiginoso vacío. Si no vivimos y no vibramos con la verdad más honda de la Semana Santa, las celebraciones de estos días podrán no superar la condición de un “pasacalles” piadoso.
     Si, por el contrario, nos reconocemos destinatarios preferenciales de esa opción radical de amor, directamente afectados e implicados en ella, hallaremos la serenidad y la audacia suficientes para afrontar las alternativas de la vida con entidad e identidad cristianas.
    La Semana Santa no puede ser solo la evocación de la Pasión de Cristo; esto es importante, pero no es suficiente. La Semana Santa debe ser una provocación a renovar la pasión por Cristo.
    Celebrar la Pasión de Cristo no debe llevarnos solo a considerar hasta dónde nos amó Jesús, sino a preguntarnos hasta dónde le amamos nosotros.
    ¡Todo transcurre en tan breve espacio de tiempo! De las palmas, a la cruz; del “Hosanna”, al  “Crucifícalo”… A veces uno tiene la impresión de que no disponemos de tiempo -o no dedicamos tiempo- para asimilar las cosas. Deglutimos pero no degustamos, consumimos pero no asimilamos la riqueza litúrgica de estos días y la profundidad de sus símbolos, muchas veces banalizados y comercializados.
     Convertida en Semana de “interés turístico”, “artístico” o “gastronómico”, ¿quién la reivindica como de “interés religioso”? Y, sin embargo, este su auténtico interés.
    La Semana Santa es una semana para hacerse preguntas y para buscar respuestas. Para abrir el Evangelio y abrirse a él. Para releer el relato de la Pasión y ver en qué escena, en qué momento, en qué personaje me reconozco…
     La Semana Santa debe llevarnos a descubrir los espacios donde hoy Jesús sigue siendo condenado, violentado y crucificado, y donde son necesarios “cireneos” y “verónicas” que den un paso adelante para enjugar y aliviar su sufrimiento y soledad.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Desde dónde vivo la Semana Santa?
.- ¿Qué preguntas suscita en mi vida?
.- ¿La Semana Santa es solo evocadora o también provocadora?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.


martes, 13 de marzo de 2018

DOMINGO V DE CUARESMA -B-


 1ª Lectura: Jeremías 31,33-34

    Mirad que llegan días -oráculo del Señor- en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la que hice con vuestros padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto: Ellos, aunque yo era su Señor, quebrantaron mi alianza; -oráculo del Señor-. Sino que así será la alianza que haré con ellos, después de aquellos días -oráculo del Señor-: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: Reconoce al Señor. Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande -oráculo del Señor-, cuando perdone sus crímenes, y no recuerde sus pecados.

                                               ***             ***             ***
    Estos versículos marcan la cumbre espiritual del libro de Jeremías. Tras el fracaso de la antigua alianza, quebrantada por el pueblo, el plan de Dios aparece bajo la promesa de una Alianza Nueva, cuya novedad reside en tres puntos: a) el perdón de los pecados, iniciativa de Dios; b) la responsabilidad y la retribución personal; 3) la interiorización de la Alianza en el corazón del hombre. Esta Nueva Alianza, reiterada por Ezequiel (36, 25-28) y por los últimos capítulos del libro de Isaías, será inagurada y sellada por el sacrificio de Cristo (Mt 26,28).

2ª Lectura: Hebreos 5,7-9

    Cristo en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.

                                             ***             ***             ***

    La obra de la salvación fue realizada en Cristo. Sufriendo hasta la muerte, en obediencia al Padre, Jesús experimentó el drama del sufrimiento inmerecido pero asumido por el amor al Padre y a los hombres. Verdadero hombre, Jesús oró al Padre. Y fue escuchado: no fue dispensado de la muerte, pero fue arrancado de su poder, transformando esa muerte en fuente de gloria. Dios siempre escucha, pero su respuesta a veces llega “al tercer día”. Y eso a nosotros suele parecernos excesivamente tarde. Hay que aprender de Jesús.

Evangelio: Juan 12,20-33

    En aquel tiempo entre los que habían venido a celebrar la Fiesta había algunos gentiles; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: Señor, quisiéramos ver a Jesús. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
    Jesús les contestó: Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga  y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.
    Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.
    La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
    Jesús tomó la palabra y dijo: Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí.
     Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

                                                ***             ***             ***

    Estamos en los umbrales de la Pascua de Jesús. Unos gentiles, posiblemente pertenecientes a los “temerosos de Dios” (Hch 10,2), afectos al judaísmo, quieren conocer a Jesús. Pero Jesús no es una “curiosidad”. El recurso a dos discípulos es significativo: esa es la función del discípulo, llevar al conocimiento del Maestro, que es quien tiene “palabras de vida eterna”. Y el Maestro hace un avance de su inminente destino, en el que debe quedar implicado quien quiera seguirle. La escena evoca algunos momentos de la oración del Huerto (angustia ante la Hora, súplica al Padre, aceptación de su voluntad y consuelo del Padre); escena que Juan no detalla en su Evangelio. Pero se trata de un anuncio “completo”: Pasión, muerte y glorificación.


REFLEXIÓN PASTORAL

      Queremos ver a Jesús”…. Es la nostalgia que todos llevamos dentro. Para ello organizamos peregrinaciones a Tierra Santa, con la ilusión de contemplar los paisajes y lugares que Él vio y recorrió, de poner nuestros pies en sus huellas… ¡Qué no daríamos por un encuentro con Jesús!
     Y es un deseo legítimo y, además, posible. Pero para eso hay que purificar la mirada, hasta purificar el corazón -pues se ve bien solo con el corazón limpio-. Y hay que orar, porque  ese conocimiento no es conquista, no es “hechura de manos humanas” (Sal 115,4), es don de Dios. “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado” (Jn 6,44). “Esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16,17).
    Conocimiento imposible sin una voluntad inicial de acceso a él: “Venid y veréis” (Jn 1,39). Conocimiento que  implica remar mar adentro (Lc 5,4), pasar a la otra orilla (Mc 4,35), despojarse de indumentarias inadecuadas y superfluas (Lc 9,3). Querer ver a Jesús no debe obedecer a una curiosidad sino a una pasión. ¿Sentimos pasión por Jesús?
    Crea en mí un corazón puro”, pedimos hoy en el salmo responsorial. Un corazón capaz de acoger con pureza y alegría; capaz de entender que el que se ama a sí mismo por encima de todo, desplazando a Dios y a los otros, se pierde; capaz de comprender que el pan que nos alimenta -la Eucaristía- es fruto de un grano enterrado, Jesús, y que si nosotros queremos ser ayuda y alimento -y debemos serlo- hemos de enterrar nuestros egoísmos y modos insolidarios de vivir.
     En la primera lectura, el profeta Jeremías anuncia una alianza nueva, la que nosotros celebramos en la Eucaristía -la alianza nueva y eterna-, caracterizada por una interiorización de la Ley de Dios en el corazón del hombre, por la obediencia a su voluntad y por el conocimiento personal de Dios, sin dependencias externas ni ajenas…  ¿Experimentamos esa transformación? ¿O seguimos servilmente encadenados a meras obligaciones externas, incapaces de discernir desde la fe la auténtica voluntad de Dios sobre nuestras vidas? “¡Todos me conocerán, oráculo del Señor, cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados!”. ¿Conocemos de verdad a Dios? ¿Hemos experimentado su perdón?
     Nuestra vista frecuentemente está cansada de ver siempre lo mismo; de tanto mirar egoístamente para nosotros, hemos terminado por perder la justa perspectiva de la realidad; hemos terminado por no saber mirar a Dios y a los otros o, lo que es peor, los hemos confundido con nosotros mismos.
     Está concluyendo la Cuaresma; un tiempo que se abrió al grito de “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Tiempo de conocimiento y de rectificación; de restregarse los ojos para contemplar nuestra posición y ver si en la brújula de nuestra vida el norte coincide con Dios.
     Se acerca la gran Semana, que nosotros llamamos Santa. La semana de la “hora” de la verdad de Jesús, y, también, de nuestra propia verdad. Y hay que purificar la mirada para contemplarla no solo desde la acera o el balcón, convertidos en meros espectadores… Y hay que purificar el corazón, para acompasar su latido al del corazón de Cristo, que continúa recordándonos, hoy como ayer: “el que se ama a sí mismo, se pierde” (Mc 8,35)”; “el quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva el Padre le honrará…”. Y “cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis  (Mt 25,40)
         ¡Queremos ver a Jesús! No es imposible…, pero hay que purificar la mirada y el corazón…

 REFLEXIÓN PERSONAL

.- Tengo vida interior, o solo exterior?
.- ¿Qué niveles alcanza en mí la pasión por Cristo?
.- ¿Qué contenidos aporta a mi vida el conocimiento de Jesús?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.


martes, 6 de marzo de 2018

DOMINGO IV DE CUARESMA -B-


1ª Lectura: 2 Crónicas 36,14-16. 19-23

    En aquellos días todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la Casa del Señor, que él se había construido en Jerusalén. El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de sus Morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira de Dios contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio…. Incendiaron (los caldeos) la casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén; pegaron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos del rey y de sus hijos hasta la llegada del reino de los persas; para que se cumpliera lo que Dios dijo por boca del Profeta Jeremías: “Hasta que el país haya pagado sus sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta que se cumplan los setenta años”
    En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la Palabra del Señor, por boca de Jeremías, movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: Así habla Ciro, rey de Persia: El Señor, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado que le edifique una Casa en Jerusalén, en Judá. Quien de vosotros pertenezca a su pueblo, sea su Dios con él y suba”.

                                           ***             ***             ***

      El Cronista parece resumir los primeros capítulos de Jeremías y Ezequiel. El texto es un reconocimiento penitencial de la historia de Israel: pecando contra Dios y desoyendo la voz de sus mensajeros, Israel se ha acarreado la destrucción… Pero Dios no ha abandonado a su pueblo; suscita un instrumento de salvación, precisamente fuera del propio Israel, Ciro, rey de los persas. La salvación a Israel le llega por caminos nuevos: los que diseña y protagoniza el Señor, que “de las piedras puede sacar hijos de Abrahán” (Mt 3,9). En la historia hay esperanza, porque Dios nos se olvida nunca de su amor, aunque pasemos por caminos oscuros…

2ª Lectura: Efesios 2,4-10

    Hermanos:
    Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó: estando muertos nosotros por los pecados nos ha hecho vivir con Cristo -por pura gracia estáis salvados-, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras que él determinó practicásemos.

                                        ***             ***             ***

    La vocación cristiana se origina en el amor de Dios. Y desde Cristo es ya un presente -estáis salvados-. Esta escatología realizada es una de las características de las Cartas de la Cautividad.  Y no es cuestión de méritos propios, sino de la gracia de Dios manifestada en Jesucristo. Desde ahí Dios nos llama a la práctica de las buenas obras. La llamada es gratuita, pero no irrelevante. La misericordia de Dios, origen de la vocación cristiana, urge a actualizarla en la vida. La vocación se hace misión.

Evangelio: Juan 3,14-21

   En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en el tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.

                                             ***             ***             ***

     Jesús es portador de la salvación y la sanación de los hombres, de la vida eterna. Y lo es desde la paradoja de la Cruz. Él es la epifanía del amor de Dios al mundo. Su misión es exclusivamente salvadora. Y a esa salvación se accede por la fe. La misión de Jesús es iluminadora, y el que opta por esa Luz pasa de las tinieblas a la luz. Quien no opta por él, opta por la muerte y la tiniebla.


   REFLEXIÓN PASTORAL


    Durante el tiempo de Cuaresma se nos insiste de manera primordial en la conversión; pero frecuentemente se hace una presentación muy limitada. Se habla de la necesidad del hombre de convertirse a Dios. Pero esto es solo parte de la conversión y no la más importante; es, en todo caso, la segunda parte.
         La primera, y más importante, es proclamar que primero Dios se ha convertido al hombre, y de una manera insospechada e inmerecida (Jn 3,16), “estando muertos por los pecados” (2ª lectura).
         La conversión cristiana no es cuestión de mortificación cuanto de acogida de un amor real y efectivo, el de Dios. Para eso Dios “enviaba mensajeros a diario” (1ª lectura). Y, especialmente, para eso envió a su Hijo. Que no vino a repartir reprobaciones, sino a salvar y a hacer posibles las condiciones de salvación. “Es palabra digna de crédito y merecedora de toda aceptación que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores” (1 Tim 1,15). Jesucristo es la expresión más real y más veraz del amor de Dios al mundo. Y este es un aspecto que merece ser subrayado. Desde esa opción amorosa de Dios quedan desautorizadas las “pastorales” anti-mundo. La de Dios, encarnada en Jesús, fue una pastoral pro-mundo.
Jesús es la visibilización, el sacramento de la conversión de Dios al hombre y del hombre a Dios. Y como en él la conversión de Dios al hombre es total y sin reservas, así ha de ser la conversión del hombre a Dios, total y sin reservas (Mt 10, 37 ss).  Él encarna el sí de Dios al hombre y el sí del hombre a Dios, pues “el Hijo de Dios, Jesucristo, anunciado entre vosotros por mí…, no fue sí y no, sino que  en él solo hubo sí. Pues todas las promesas de  Dios han alcanzado su sí en él” (2 Cor 1, 19 -20). “Aprended de mí” (Mt 11, 29). Pablo recomendará: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús” (Flp 2, 5). La conversión es un “con-sentimiento” con Cristo.
En Cristo, Dios se revela apostando por el hombre;  es la expresión de la opción humana de Dios. En su persona, el hombre recupera la esperanza y la alegría, al descubrir el compromiso de Dios en su defensa (Rom 8,31). La garantía de que Dios está por el hombre es que por él se hizo hombre. La conversión cristiana es, en primer lugar, celebración de la conversión de Dios…
         Pero esto no debe inducirnos a una falsa seguridad. “El amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14), es el principio de nuestra responsabilidad. Sin esa experiencia de un Dios vuelto hacia nosotros, en una revelación de amor, es imposible la respuesta del hombre; pero sin la respuesta, libre y amorosa, del hombre queda bloqueada la iniciativa salvadora de Dios.
El hombre no se salva por sus obras -la salvación viene de Dios- (2ª lectura); pero este Dios no impone la salvación al hombre, le hace una oferta responsable. Nos lo recuerda el evangelio de san Juan: la condenación del hombre es autocondenación, pues “el que cree en Él, no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del  Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron  las tinieblas, porque sus obras eran malas”.
Sí, Dios solo es Salvador, y el solo Salvador.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Siento que Dios está de mi parte?
.- ¿Hasta dónde llegan en mi vida las urgencias del amor de Dios?
.- ¿Cómo es mi conversión: ritual, parcelaria…?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.