jueves, 3 de agosto de 2017

DOMINGO XVIII -A-: LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR


1ª Lectura: Daniel 7,9-10. 13-14

         Miré y vi que colocaban unos tronos. Un anciano se sentó. Su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas; un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles le servían, millones estaba a su órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros. Yo vi, en una visión nocturna, venir una especie de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano venerable y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará.
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     El texto seleccionado del libro de Daniel alude a una visión donde aparece la Gloria de Dios y una figura - una especie de hijo de hombre- a quien se le confía el honor y el reino, tras la derrota de las cuatro fieras, representantes de los cuatro reinos que, por un tiempo, del mundo. Es importante resaltar que en el texto original esa figura humana tiene connotaciones colectivas, representa la colectividad teocrática. Lo que no impide una relectura posterior de esa figura en clave mesiánica individual. De hecho, Jesús utilizó el título de Hijo de hombre en su predicación y aludió a su aparición solemne en las nubes del cielo (Mt 24,30;26,64) Esa figura es una "profecía" de Jesucristo.
        

2ª Lectura: 2ª Carta de Pedro 1,16-19

         Queridos hermanos: Cuando os dimos a conocer el poder y la última venida de nuestro Señor Jesucristo no nos fundábamos en invenciones fantásticas, sino que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la Sublima Gloria le trajo aquella voz: “Este es mi hijo amado, en él yo me complacido”. Esta voz traída del cielo la oímos nosotros, estando con él en la montaña sagrada. Esto nos confirma la palabra de los profetas, y hacéis muy bien en prestarle atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y el lucero nazca en vuestros corazones.

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    La segunda Carta de Pedro se hace eco del relato de la Transfiguración del Señor para animar la fe y la esperanza de los creyentes en Jesucristo. El texto parece tener presenta la versión mateana del relato, al referir la expresión "en él me he complacido", ausente de en Marcos y Lucas.

   
Evangelio: Mateo 17,1-9

                                                               
     En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
     Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: Señor, ¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
    Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.
     Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
     Jesús se acercó y tocándolos les dijo: Levantaos, no temáis.
     Al alzar los ojos no vieron a nadie más que a Jesús solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos. 
   
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  Se acercaban a Jerusalén, donde iban a tener lugar los dramáticos acontecimientos de la Pasión, y para que los discípulos no se vieran desbordados por esos sucesos, Jesús escoge a Pedro, Santiago y Juan -los que serán testigos de la agonía en Getsemaní- para manifestarles su auténtica dimensión.
     El que sudará sangre, al que verán como rechazado y maldito, es el Hijo de Dios, el Amado, el Predilecto. A quien el pueblo elegido no sabrá reconocer, es reconocido, sin embargo, por las grandes figuras de ese pueblo: Moisés, autor de la Ley, y Elías, el gran profeta.
   San Mateo reelabora el texto de san Marcos subrayando algunos aspectos que anticipan su manifestación gloriosa en la resurrección. Es la plenitud de la Ley y los Profetas, personificados por Moisés y Elías. Es el Hijo amado de Dios, el profeta definitivo a quién todos deben escuchar (Dt 18,15). Este relato está vinculado con el del Bautismo en el Jordán, y en ambos aparece identificado con siervo sufriente que, a través de la muerte, camina a la resurrección.   

 
REFLEXIÓN PASTORAL

Según una antiquísima tradición, que se remonta al apócrifo Evangelio de los Hebreos, el monte de la Transfiguración del Señor es identificado con el Tabor, aunque algunos lo identifiquen con el gran Hermón, de nieves perpetuas. Ambos, el Tabor y el Hermón, aparecen hermanados en la Biblia -“el Tabor y el Hermón aclaman tu nombre” (Sal 89,13)-, y vinculados a múltiples acontecimientos de la historia veterotestamentaria.
         Pero, más allá de estas acotaciones geográfico-históricas, en los evangelios la relevancia de este monte reside en su gran densidad teológica y espiritual. Es un monte “profético”, por sus protagonistas: Moisés, Elías y Jesús. Monte de plenitud, porque en él reciben luz de la Luz indeficiente y definitiva (Jesús), la Ley (Moisés) y los Profetas (Elías). Monte de transfiguración y, sobre todo, monte de revelación -“Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto”-  y de compromiso -“Escuchadle”-.
         Para los que caminamos por este valle de lágrimas, y por “cañadas oscuras” (Sal 23,4), es de gran importancia subir a este monte y plantar allí nuestra tienda, para cargarnos de energía y esperanza, para superar dudas y miedos, iluminar los ojos y llenar el corazón con la verdad de Jesús. Esta “acampada” con él es necesaria.
         Hoy el senderismo, el alpinismo…, está muy de moda. Y los cristianos deberíamos integrar esta sensibilidad en nuestra espiritualidad, que comenzó por llamarse “seguidores del Camino” (Hch 9,2), y que tiene en Jesús, además de el Camino (Jn 14,6), un excelente pionero (Heb 12,2).
         Pero el “monte” no es el final del camino. Hay que volver al “valle”, como Jesús y los discípulos, donde encontraremos la posibilidad de inyectar en la realidad cotidiana “lo que hemos visto y oído” (1 Jn 1,1).
         El monte de la transfiguración es una “altura” desde la que contemplar la vida, una fuente de inspiración para transfigurarla y una llamada urgente a hacerlo.
         La fiesta de la Transfiguración del Señor nos habla de la realidad más profunda de Jesús, y nos confronta con nuestra realidad más profunda. También nosotros hemos sido transfigurados en “hijos de Dios”: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios ¡pues lo somos!” (1 Jn 3,1). Aunque la densidad de esa filiación está aún por ver: “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3,2). Vivir esta fiesta con propiedad significa apropiarnos su mensaje.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Qué me dice la fiesta de la Transfiguración?
.- ¿Me reconozco en ese “Hijo amado”?
.- ¿Lo escucho?


DOMINGO J. MONTERO CAPUCHINO, OFMCap.

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