jueves, 26 de mayo de 2016

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DEL SEÑOR -C-

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DEL SEÑOR -C-

1ª Génesis 14,18-20

     “En aquellos días, Melquisedec, rey de Salem, ofreció pan y vino. Era sacerdote del Dios Altísimo. Y bendijo a Abrahán diciendo: Bendito sea Abrahán de parte del Dios Altísimo, que creó el cielo y la tierra. Y bendito sea el Dios Altísimo, que ha entregado tus enemigos a tus manos.
Y Abrahán le dio el diezmo de todo”.

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    Melquisedec (rey de justicia)  es un personaje misterioso. Identificado como rey de Salém (Jerusalén), aparece en el Sl 110, como figura del Mesías rey y sacerdote. El silencio sobre sus antepasados -“sin padre, ni madre, ni genealogía- sugiere que su sacerdocio es eterno. Bendice a Abrahán, mostrando que era superior a él -“pues es incuestionable que el inferior recibe la bendición del superior”-, y Abrahán le ofrece el diezmo de todo, reconociendo su condición. La carta a los Hebreos  aplicará esta figura al sacerdocio de Cristo (Hb 7). Un sacerdocio no tribal (de Leví) sino anterior y superior. La ofrenda sacerdotal de Melquisedec, evoca la ofrenda sacerdotal que Cristo consagrará en su cuerpo y en su sangre.


2ª Lectura: I  Corintios 11,23-26

     “Hermanos: Yo he recibido una tradición que procede del Señor y que a mi vez os he trasmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía.
Lo mismo hizo con la copa después de cenar, diciendo: Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía.
Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”.

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     San Pablo destaca la “autenticidad” de la tradición eucarística. Y desvela el sentido de la misma: la comunión es una proclamación y celebración permanente de la pascua del Señor, hasta que vuelva. Es con este espíritu con el que hemos de acercarnos a participar en ella, desde un profundo discernimiento, “pues quien come y bebe indignamente el cuerpo y la sangre del Señor, come y bebe su propia condena” (I Co  11,29).

Evangelio: Lucas 9,11b-17

   “En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar a la gente del Reino de Dios, y curó a los que lo necesitaban. Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida; porque aquí estamos en descampado.
     Él les contestó: Dadles vosotros de comer.
     Ellos replicaron: No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío. (Porque eran unos cinco mil hombres).
     Jesús dijo a sus discípulos: Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.
      Lo hicieron así, y todos se echaron.
     Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos”.

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    San Lucas solo transmite un relato del milagro de la multiplicación de los panes y los peces (a diferencia de Mt y Mc que trasmiten dos). El contexto es significativo: Jesús está a sus cosas: la predicación del Reino y a la actuación de ese Reino. Los Doce están también a lo suyo: a que no surja un problema por falta de alimento para la gente que sigue a Jesús.
Las estrategias son distintas: los Doce quieren desentenderse –“despide a la gente”-; Jesús aborda el problema y lo soluciona. Y así, aquellos hambrientos de oír la palabra de Dios, personificada en Jesús, encuentran en ella y de ella su alimento. Los Doce, con todo, no son desplazados; se convierte en mediadores del milagro. La aplicación catequética es clara: Cristo es el Pan que alimenta el hambre del hombre; los discípulos deben ser quienes hagan llegar ese Pan -Palabra y Eucaristía- a los hombres.

REFLEXIÓN PASTORAL

     Celebramos hoy uno de esos días que, en frase popular, resplandecen más que el Sol. Una fiesta profundamente enraizada en la tradición de nuestro pueblo.  Una buena ocasión para interiorizar y exteriorizar nuestra  fe  y nuestro amor a la Eucaristía. Y  también, para reflexionar sobre ella. No sea que habituados a casi todo, nos insensibilicemos ante esta maravilla, ante este misterio.
¿Qué es la Eucaristía? Es la mayor audacia de Cristo, de su amor al hombre. El colofón de la gran aventura de la encarnación de Dios. “En la víspera solemne... los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Sí, se trata de un exceso.  La Eucaristía no fue un gesto, ni un hecho aislado ni aislable en la vida de Cristo. No fue una improvisación de última hora. Fue algo muy pensado. Ha de situarse en la lógica de la vida de Jesús: una vida para los demás.  Y de maneras diferentes fue sembrando su vida de alusiones: las parábolas del banquete son un ejemplo...   Y así, “en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan...” (I Co 11, 23).
    La Eucaristía nos habla del amor de Dios  hecho presencia: Dios está con nosotros; en nuestros pueblos y ciudades siempre hay una casa abierta en la que habita Dios hecho vecino de nuestras penas y alegrías, dispuesto siempre a la confidencia. ¡Cómo cambiarían nuestras vidas si fuésemos conscientes de esa verdad! La calidad de nuestra convivencia subiría muchos enteros  si la contrastáramos con este divino interlocutor.
     La Eucaristía nos habla del amor de Dios  hecho entrega. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo”. Y éste se tomó a sí mismo, se hizo Eucaristía y dijo: “Esto es mi Cuerpo entregado...; esta es mi Sangre derramada; tomad”.
    La Eucaristía nos habla del amor de Dios  hecho comunión: “Comed, bebed...; el que come mi carne tiene vida eterna”.
    Y para eso escogió un elemento sencillo, elemental: el pan y el vino. Realidades que justifican y simbolizan los sudores y afanes del hombre; que unen a las familias para ser compartidos, y que simbolizan el sustento básico...; eso lo escogió para quedarse  con nosotros, indicándonos el sentido de su presencia: alimentar nuestra fe y unirnos como familia de los hijos de Dios.  No es, pues, un lujo para personas piadosas; es el alimento necesario para los que queremos ser discípulos y vacilamos y caemos. Es el verdadero “pan de los pobres”.
    Pero ese amor de Dios nos urge. Cristo hecho presencia nos urge a que le hagamos presente en nuestra vida, y nos urge a estar presentes, con presencia cristiana, junto al prójimo. Cristo hecho pan, nos urge a compartir nuestro pan con los que no lo tienen. Cristo solidario, nos urge a la solidaridad fraterna. Cristo, compañero de nuestros caminos, nos urge a no retirar la mano de todo aquél que, incluso desde su doloroso silencio, por amor de Dios nos pide un minuto de nuestro tiempo para llenar el suyo. Cristo, entregado y derramado por nosotros, nos urge a abandonar las posiciones cómodas y tibias para recrear su estilo radical de amar y hacer el bien....   Por eso la Eucaristía es recordatorio y llamada al amor fraterno. “Día de la caridad”.    Ella es la que hace posible, y al mismo tiempo exige la caridad.
    “El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque todos comemos del mismo pan” (I Co 10,16-17).
Esto significa la comunión. Y así entendida es un acto serio y comprometido, pero bello y apasionante. De ahí la recomendación de S. Pablo “Que cada uno se examine, porque quien come y bebe indignamente el cuerpo y la sangre del Señor...” (I Co 11,28-29).  No es  una amenaza para que nos alejemos de la Eucaristía, sino una advertencia para que nos acerquemos a ella con dignidad.
      Estas son algunas sugerencias que trae a nuestra vida la celebración del Corpus Christi. Cristo se ha entregado no solo por nosotros, sino a nosotros - se ha puesto en nuestras manos - para hacer de nosotros su propio cuerpo. Agradezcamos, adoremos y acojamos responsablemente su presencia.          

REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué resonancias suscita en mí la Eucaristía?
.- ¿Qué “hambres” sacia y qué “hambres” provoca?
.- ¿Qué “entregas” en mi vida provoca la “entrega” de Jesús?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN,OFMCap




jueves, 19 de mayo de 2016

DOMINGO DE LA SMA. TRINIDAD -C-


1ª Lectura: Proverbios 8,22-31

“Esto dice la Sabiduría de Dios: El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas. En un tiempo remotísimo fui formada, antes de comenzar la tierra. Antes de los abismos fui engendrada, antes de los manantiales de las aguas. Todavía no estaban aplomados los montes, antes de las montañas fui engendrada. No había hecho aún la tierra y la hierba, ni los primeros terrones del orbe. Cuando colocaba los cielos allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del Abismo; cuando sujetaba el cielo en la altura, y fijaba las fuentes abismales. Cuando ponía un límite al mar: y las aguas no traspasaban sus mandatos; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como aprendiz, yo era su encanto cotidiano, todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la bola de la tierra, gozaba con los hijos de los hombres”.
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Si bien en este texto de Proverbios la personificación de la Sabiduría es puro artificio literario y aparece como un realidad creada, la reflexión fue depurándose hasta llegar a Sab 7,22-8,1 donde es presentada como “emanación pura de la Gloria del Omnipotente”. En todo caso, estas formulaciones del AT, todavía imperfectas, son asumidas por el NT para hablar de Cristo como “Sabiduría de Dios” (Mt 11,19; I Co 1,24.30). Quien, como la Sabiduría, pero con mayor protagonismo y entidad aparece vinculado a la creación. El prólogo del Evangelio de san Juan atribuye a la Palabra rasgos de la sabiduría creadora. Nos hallamos, pues, ante un texto “profético” del Verbo de Dios. Y dos subrayados finales: la familiaridad con Dios -“era su encanto cotidiano”- y con “los hijos de los hombres”.

2ª Lectura: Romanos 5,1-5

“Hermanos: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos: y nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios. Más aún, hasta nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce constancia, la constancia, virtud probada, la virtud, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”.

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San Pablo recuerda que la obra de la regeneración del cristiano, la justificación por la fe, es obra de Dios Padre, por medio de Jesucristo en el amor del Espíritu Santo. El cristiano es una realidad “habitada” por el amor de Dios. Está constituido sobre la roca sólida de la fe, que le permite mantener la esperanza en las tribulaciones de la vida y del seguimiento de Cristo. Sabe que su vida es “proyecto” de Dios, y que está garantizada por él, por su amor, “derramado en nuestros corazones”.

Evangelio: Juan 16,12-15
                                                               
“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora: cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará”.

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En el momento de la despedida, Jesús promete a sus discípulos, aún inmaduros para comprenderlo todo, la asistencia del Espíritu Santo. Será el Maestro interior, que les llevará al conocimiento de la Verdad plena, es decir, a la plenitud del conocimiento de Jesús. Profundamente vinculado a él, el Espíritu lo glorificará y plenificará su obra. La originalidad del Espíritu no está en la temática, que es la de Jesús, aprendida del Padre, sino en la capacidad para ayudar a profundizarla y a difundirla.

REFLEXIÓN PASTORAL

Celebramos la fiesta del Misterio de la Santísima Trinidad: la verdad íntima de Dios, su misterio. Y la verdad fundamental del cristiano.  Para unos resulta prácticamente insignificante; para otros, teóricamente incomprensible...Y así, unos y otros, por una u otra sinrazón, “pasan” de él. ¿Tanto nos habremos insensibilizado y distanciado de nuestros núcleos originales?  En su nombre somos bautizados; en su nombre se nos perdonan los pecados; en su nombre iniciamos la Eucaristía; en su nombre vivimos y morimos: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Hoy se constata una tendencia a prescindir de Dios. Insensibles, vamos acostumbrándonos o resignándonos a eso que ha dado en llamarse  “el silencio de Dios”, y que otros, más audaces, denominaron  “la muerte de Dios”; sin percatarse de que, en esa atenuación o desaparición del sentido de Dios, el más perjudicado es el hombre, que pierde así su referencia fundamental (Gn 1, 26-27), hundiéndose en el caos de sus propios enigmas.
¿Quién es Dios? Una pregunta desigualmente respondida, pero una pregunta ineludible, inevitable, porque Dios no deja indiferente al hombre; lo lleva muy dentro para desentenderse de Él.
Para nosotros, ¿quién es Dios?  Dios no puede ser afirmado si, de alguna manera, no es experienciado. ¿Qué experiencia tenemos de Dios? ¿Tenemos alguna? ¿O solo lo conocemos de oídas?
Estamos expuestos a un grave riesgo: acostumbrarnos a Dios, un Dios cada vez más deteriorado por nuestras rutinas. Un Dios al que llamamos “nuestro dios”, quizá porque le hemos hecho nosotros, a nuestra medida, y que sirve para justificar nuestras cómodas posturas, sin preguntarnos si ese “dios” es el Dios verdadero.
A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1 ,18). Jesús es quien esclarece el auténtico rostro de Dios, su auténtico nombre. Y no recurrió a un lenguaje difícil, para técnicos, sino accesible a todos: Dios con nombres familiares: Padre, Hijo y Espíritu de Amor. Dios es familia, diálogo, comunión. Jesús no tuvo interés en hacer una revelación teórica de Dios, esencialista, sino concreta. Por eso Dios para nosotros  más que un misterio, aunque no podemos por menos de reconocer un porcentaje de misterio, es un modelo de vida (Mt 5, 48; Lc 6,36).
Porque Dios es Familia, quiere que “todos sean uno,  como Tú y Yo somos uno” (Jn 17,21); porque es  Diálogo, quiere veracidad en nuestras relaciones: “vuestro sí sea sí...” (Mt 5,37); porque es Salvador, quiere que nadie se coloque de espaldas a las urgencias del hermano: “Tuve hambre...” (Mt 25,35); porque “es  Amor” (8I Jn 4,), quiere que nos amemos... A Dios hemos de traducirlo en la vida.
Esto es creer en Dios, vivir a Dios. “Si vivimos, vivimos para Dios” (Rom 14,8)... Ser creyente es una cuestión práctica y de prácticas. Dejar que Dios sea Dios en la vida. Dejar que Dios sea realmente lo Absoluto, el Primero y Principal. Lo Mejor. ¡Solo Dios!,  pero no  solos con Dios, por que Dios no aísla. Quien abre su corazón a Dios de par en par, experimenta inmediatamente que ese corazón se convierte en “casa de acogida”.

REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué experiencia tengo y testimonio de Dios?
.- ¿Es un “por si acaso” en mi vida?
.- ¿Con qué pasión busco su rostro?


DOMINGO J. MONTERO CAORRIÓN, OFMCap.

martes, 10 de mayo de 2016

DOMINGO DE PENTECOSTÉS -C-


1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11

    “Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
    Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos preguntaban: ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asía, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua”.

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    Antes de entrar en el comentario del texto, será bueno hacer unas aclaraciones sobre algunos términos del mismo.
    Pentecostés era la designación tardía (ya aparece en Tob 2,1) de la Fiesta de las Semanas (Lv 23,15-22), que se celebraba 50 días después de la Pascua y cuya duración era de un solo día.  Era una fiesta de acción de gracias que marcaba el fin de la siega. Una de las tres grandes fiestas del calendario judío en las que estaba prescrita la visita al Templo. De ahí la presencia en Jerusalén de judíos de diversas procedencias geográficas y culturales. Este dato nos ofrece un mapa de la diáspora judía.
    Con la expresión “prosélitos” se refiere a aquellos que no siendo de origen judío, abrazaron el judaísmo, aceptando la circuncisión. Hubo otros, denominados “temerosos de Dios” (Hch 10,2), que no aceptaban la circuncisión, aunque eran afectos al judaísmo.
    El efecto de hablar en lenguas extranjeras es conocido como glosolalia. Con él se significa un lenguaje extático, que brota de un alma poseída por el Espíritu e impresiona por su intensidad y expresividad.
     Con la venida del Espíritu se cumple la gran promesa de Jesús (Lc 24,49; Jn 16,5-15)  y queda garantizada su presencia en la comunidad. Respecto del momento del don del Espíritu hay testimonios que lo vinculan a las apariciones de Jesús a sus discípulos (Jn 20, 22). El relato de Hechos “oficializa”, “escenifica” y “solemniza” ese momento, desvelando su significado público.  Merece destacarse la universalidad del lenguaje: la Iglesia debe hablar todas las lenguas, conocer todos los “lenguajes” para anunciar las maravillas de Dios,  el evangelio de Jesús. La Iglesia es la anti-Babel.

2ª Lectura: 1 Corintios 12,3b-7. 12-13

    “Hermanos: Nadie puede decir “Jesús es Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”.

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    El Espíritu es la posibilidad de la fe en Cristo; quien nos permite reconocerlo y confesarlo. Es también la posibilidad de la comunión en la diversidad, el cohesionador de los carismas eclesiales; la fuente en la que el creyente bebe del agua de la vida que es Cristo.

Evangelio: Juan 20,19-23

                                                    
    “Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros.
    Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
   Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
    Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo. Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”.

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    Mientras el libro de los Hechos vincula el don del Espíritu  a Pentecostés, el Evangelio de san Juan habla del “anochecer del día primero de la semana”. Jesús confía a los discípulos la misión del perdón vinculada al Espíritu Santo. Descubre así el rostro del Espíritu, como Espíritu del perdón, porque el perdón es de Dios (cfr. Sal 130,4). Y ese perdón es el fundamento de la Paz. Los discípulos son enviados como prolongación de la misión de Jesús: “El Espíritu del Señor sobre mí,  me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la libertad a los cautivos…, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). Pentecostés no  marca solo la “hora” de la misión de la Iglesia, sino también los estilos y los contenidos. La Iglesia tiene como misión primordial actuar la misericordia y el perdón de Dios.

REFLEXIÓN PASTORAL

    Esta fiesta cierra la gran trilogía pascual. Jesús, que había resucitado al tercer día, como lo había predicho; que había subido al cielo, como lo había anunciado; envía su Espíritu, como lo había prometido: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros  el Consolador; pero si me voy os lo enviaré (Jn 16,7)... Mucho podría deciros aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16,12-13)... Y después de la resurrección advirtió a los Apóstoles: “Mirad yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre (Lc 24, 49)…; recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8). Con esta aparición de la fuerza de Dios, que es su Espíritu, se pone en marcha el tiempo de la Iglesia, tiempo fundamentalmente dedicado a la predicación del evangelio de Jesús de Nazaret.
    No es fácil hablar del Espíritu Santo. Es un tema fluido que rehúye el encasillamiento en nuestros esquemas mentales ordinarios. Sin embargo, eso mismo es un indicio de que nos acercamos a un tema divino. Hablar de Dios siempre supera nuestra capacidad de comprensión y de expresión. La inexactitud, la imprecisión, resultan inevitables. Es casi un buen síntoma. Si a esto se añade la  falta de práctica, es decir, el relativo silencio creado en torno al Espíritu Santo, la dificultad se acentúa.
    “¿Habéis recibido el Espíritu Santo?”, preguntó Pablo a los cristianos de Éfeso.  “No hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo”, respondieron (Hch 19, 1-2). Posiblemente, nosotros habríamos dado alguna respuesta: es Dios, la Tercera persona de la Santísima Trinidad…Y quizá ahí se acabaría nuestra “ciencia del Espíritu”. Y sin embargo es la gran novedad aportada por Cristo; es su don, su herencia, su legado.
     Un don necesario  para pertenecer a Cristo (Rom 8,9), para sentirle y tener sus criterios de vida, y acceder a la lectura de los designios de Dios.  Un don para todos (universal) y en favor de todos. De ahí que todo planteamiento “sectario” en nombre del Espíritu sea un pecado contra el mismo. Los monopolizadores del Espíritu no son sino sus manipuladores.
     Es el Maestro de la Verdad; es él quien nos introduce en el conocimiento del misterio de Cristo -“Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino por influencia del Espíritu” (1 Cor 12,3)- , y del misterio de Dios -“Nadie conoce lo íntimo de Dios sino el Espíritu de Dios” (1 Cor 2,11)) -.
    Es el  Maestro de la oración. El Espíritu Santo es la posibilidad de nuestra oración -“viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros” (Rom 8,26)-  y el contenido de la oración (Lc 11,8-13).
    Es el Maestro de la  comprensión de la Palabra. Inspirador de la Palabra, lo es también de su comprensión, pues “la Escritura se ha de leer con el mismo Espíritu con que fue escrita”. Él da vida a la Palabra; hace que no se quede en letra muerta. Él facilita su encarnación y su alumbramiento. “Él os llevará a la verdad plena” (Jn 16,13)
    Es el Maestro del testimonio cristiano. Sin la fuerza del Espíritu, el hombre no solo carece de fuerza para dar testimonio del Señor, sino que su testimonio es carente de fuerza.
     Es una realidad envolvente. Cubrió totalmente la vida de Jesús - “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18) -; la vida de María  -“La fuerza del Altísimo descenderá sobre ti” (Lc 1,35)-, y debe cubrir la vida de todo cristiano comunitaria e individualmente.

REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué conocimiento y experiencia tengo del Espíritu Santo y de su magisterio?
.-  ¿Fructifican en mí los “frutos del Espíritu (Ga 5,22-23?
.- ¿Cómo concreto mi responsabilidad apostólica?


DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap

DOMINGO DE PENTECOSTÉS -C-


1ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 2,1-11

“Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos preguntaban: ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asía, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua”.

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Antes de entrar en el comentario del texto, será bueno hacer unas aclaraciones sobre algunos términos del mismo.
Pentecostés era la designación tardía (ya aparece en Tob 2,1) de la Fiesta de las Semanas (Lv 23,15-22), que se celebraba 50 días después de la Pascua y cuya duración era de un solo día.  Era una fiesta de acción de gracias que marcaba el fin de la siega. Una de las tres grandes fiestas del calendario judío en las que estaba prescrita la visita al Templo. De ahí la presencia en Jerusalén de judíos de diversas procedencias geográficas y culturales. Este dato nos ofrece un mapa de la diáspora judía.
Con la expresión “prosélitos” se refiere a aquellos que no siendo de origen judío, abrazaron el judaísmo, aceptando la circuncisión. Hubo otros, denominados “temerosos de Dios” (Hch 10,2), que no aceptaban la circuncisión, aunque eran afectos al judaísmo.
El efecto de hablar en lenguas extranjeras es conocido como glosolalia. Con él se significa un lenguaje extático, que brota de un alma poseída por el Espíritu e impresiona por su intensidad y expresividad.
Con la venida del Espíritu se cumple la gran promesa de Jesús (Lc 24,49; Jn 16,5-15)  y queda garantizada su presencia en la comunidad. Respecto del momento del don del Espíritu hay testimonios que lo vinculan a las apariciones de Jesús a sus discípulos (Jn 20, 22). El relato de Hechos “oficializa”, “escenifica” y “solemniza” ese momento, desvelando su significado público.  Merece destacarse la universalidad del lenguaje: la Iglesia debe hablar todas las lenguas, conocer todos los “lenguajes” para anunciar las maravillas de Dios,  el evangelio de Jesús. La Iglesia es la anti-Babel.

2ª Lectura: 1 Corintios 12,3b-7. 12-13

“Hermanos: Nadie puede decir “Jesús es Señor”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo. Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de serviciós, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Porque lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo.
Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”.

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El Espíritu es la posibilidad de la fe en Cristo, quien nos permite reconocerlo y confesarlo. Es también la posibilidad de la comunión en la diversidad; el constructor de la comunidad y la fuente de la que el creyente bebe el agua de la vida, que es Cristo.

Evangelio: Juan 20,19-23

                                                                         
“Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros.
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.
Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo. Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”.

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Mientras el libro de los Hechos vincula el don del Espíritu  a Pentecostés, el Evangelio de san Juan habla del “anochecer del día primero de la semana”. Jesús confía a los discípulos la misión del perdón vinculada al Espíritu Santo. Descubre así el rostro del Espíritu, como Espíritu del perdón, porque el perdón es de Dios (cfr. Sal 130,4). Y ese perdón es el fundamento de la Paz. Los discípulos son enviados como prolongación de la misión de Jesús: “El Espíritu del Señor sobre mí,  me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la libertad a los cautivos…, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). Pentecostés no  marca solo la “hora” de la misión de la Iglesia, sino también los estilos y los contenidos. La Iglesia tiene como misión primordial actuar la misericordia y el perdón de Dios.

REFLEXIÓN PASTORAL

    Esta fiesta cierra la gran trilogía pascual. Jesús, que había resucitado al tercer día, como lo había predicho; que había subido al cielo, como lo había anunciado; envía su Espíritu, como lo había prometido: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros  el Consolador; pero si me voy os lo enviaré (Jn 16,7)... Mucho podría deciros aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16,12-13)... Y después de la resurrección advirtió a los Apóstoles: “Mirad yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre (Lc 24, 49)…; recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8).
     Con esta aparición de la fuerza de Dios, que es su Espíritu, se pone en marcha el tiempo de la Iglesia, tiempo fundamentalmente dedicado a la predicación del evangelio de Jesús de Nazaret.
No es fácil hablar del Espíritu Santo. Es un tema fluido que rehúye el encasillamiento en nuestros esquemas mentales ordinarios. Sin embargo, eso mismo es un indicio de que nos acercamos a un tema divino. Hablar de Dios siempre supera nuestra capacidad de comprensión y de expresión. La inexactitud, la imprecisión, resultan inevitables. Es casi un buen síntoma. Si a esto se añade la  falta de práctica, es decir, el relativo silencio creado en torno al Espíritu Santo, la dificultad se acentúa.
“¿Habéis recibido el Espíritu Santo?”, preguntó Pablo a los cristianos de Éfeso.  “No hemos oído decir siquiera que exista el Espíritu Santo”, respondieron (Hech 19, 1-2). Posiblemente, nosotros habríamos dado alguna respuesta: es Dios, la Tercera persona de la Santísima Trinidad…Y quizá ahí se acabaría nuestra “ciencia del Espíritu”. Y sin embargo es la gran novedad aportada por Cristo; es su don, su herencia, su legado.
Un don necesario  para pertenecer a Cristo (Rom 8,9), para sentirle y tener sus criterios de vida, y acceder a la lectura de los designios de Dios.  Un don para todos (universal) y en favor de todos. De ahí que todo planteamiento “sectario” en nombre del Espíritu sea un pecado contra el mismo. Los monopolizadores del Espíritu no son sino sus manipuladores.
Es el Maestro de la Verdad; es él quien nos introduce en el conocimiento del misterio de Cristo -“Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino por influencia del Espíritu” (I Co 12,3)- , y del misterio de Dios -“Nadie conoce lo íntimo de Dios sino el Espíritu de Dios” (I Co 2,11)) -.
Es el  Maestro de la oración. El Espíritu Santo es la posibilidad de nuestra oración -“viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros” (Rom 8,26)-  y el contenido de la oración (Lc 11,8-13).
Es el Maestro de la  comprensión de la Palabra. Inspirador de la Palabra, lo es también de su comprensión, pues “la Escritura se ha de leer con el mismo Espíritu con que fue escrita”. Él da vida a la Palabra; hace que no se quede en letra muerta. Él facilita su encarnación y su alumbramiento. “Él os llevará a la verdad plena” (Jn 16,13)
Es el Maestro del testimonio cristiano. Sin la fuerza del Espíritu, el hombre no solo carece de fuerza para dar testimonio del Señor, sino que su testimonio es carente de fuerza.
Es una realidad envolvente. Cubrió totalmente la vida de Jesús - “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4,18) -; la vida de María  -“La fuerza del Altísimo descenderá sobre ti” (Lc 1,35)-, y debe cubrir la vida de todo cristiano comunitaria e individualmente.

REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué conocimiento y experiencia tengo del Espíritu Santo y de su magisterio?
.-  ¿Fructifican en mí los “frutos del Espíritu (Ga 5,22-23?
.- ¿Cómo concreto mi responsabilidad apostólica?


DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

jueves, 5 de mayo de 2016

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR -C-

1ª Lectura: Hechos 1,1-11

      En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los Apóstoles, que había escogido movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del Reino de Dios.
    Una vez que comían juntos les recomendó: No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.
    Ellos le rodearon preguntándole: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?
    Jesús contestó: No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo.
    Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse.

                        ***                  ***                  ***                  ***

    Éste, junto a Lc 24,51, es el único relato de la ascensión del Señor a los cielos en presencia de los discípulos. Y solo él informa de que el Señor resucitado estuvo apareciéndose durante 40 días a los discípulos.
    ¿Cuándo tuvo lugar la Ascensión? Lc 24,51; Hch 1,9-11 y Mc 16,19 coinciden en hacer seguir inmediatamente la ascensión a la aparición del Resucitado y al diálogo con los Once. En  esta línea puede aducirse el testimonio de Jn 20,17, donde Jesús prohíbe a María Magdalena retenerlo, porque “aún no he subido a mi Padre”, y le ordena decir a los discípulos: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. También Mt 28,18-19 deja suponer que Jesús habla como quien ya ha subido al Padre. De donde podemos concluir que el cristianismo primitivo consideró la resurrección y la ascensión del Señor como dos momentos/aspectos íntimamente vinculados en su significación y realización. El Resucitado viene al encuentro de sus discípulos desde el Padre, desde el cielo.
    Después de la resurrección el Señor no anduvo “errando” e “irrastreable” por la tierra; subió al Padre (fue glorificado). Esto no desvirtúa el relato del libro de los Hechos. Éste sería el testimonio del último encuentro del Resucitado con los discípulos antes de iniciar la misión, acaecido cuarenta días después de la resurrección (sin olvidar el valor simbólico del número 40 en la Biblia).
    Interesante es notar que, si bien en el AT existen referencias a dos personajes “llevados” al cielo –Enoc (Gén 5,24) y Elías (2 Re 2,11), la “ascensión” de Jesús es “protagonizada” por él; no es “raptado” ni llevado a ningún lugar indeterminado. Él va al Padre (Jn 14,12), a prepararnos un lugar (Jn 14,3), y se despide con una bendición (Lc 24,50).


2ª Lectura: Efesios 1,17-23

“Hermanos:
    Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo sino en el futuro. Y todo lo puso bajos sus pies y lo dio a la Iglesia como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos”.

                        ***                  ***                  ***                  ***

    En la Carta se subraya la resurrección y glorificación de Cristo junto al Padre, al tiempo que mantiene la conexión profunda, íntima de Cristo con la Iglesia, que, de alguna manera, ya participa de la suerte definitiva del Señor, su Cabeza. Esto, es verdad, aún no es visible en este mundo, por eso pide para los cristianos ojos e inteligencia espirituales para conocer a Dios y la vocación a la que Dios nos llama en Cristo. Sin esa visión todo nos parecerá “sin sentido”, “locura” como dirá el Apóstol a los Corintios (I Cor  1,18). Necesitamos la “sabiduría de Dios”  para hacer una lectura correcta de la vida.

Evangelio: Final del santo Evangelio según san Lucas 24,46-53

                                                               
     “En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Y vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.
     Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos (subiendo hacia el cielo). Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo, bendiciendo a Dios”.

                 ***                  ***                  ***                  

    Con estas líneas concluye la primera parte de la obra de san Lucas - el Evangelio - , “mi primer libro” (Hch 1,1). La historia de Jesús, su pasión y resurrección, formaba parte del proyecto salvador de Dios. Los discípulos han sido testigos oculares, aunque un poco “torpes” (Lc 24,25) inicialmente. Pero la obra de Jesús no termina con él, con su muerte y glorificación (resurrección / ascensión).  Queda por cumplir un aspecto fundamental: la misión a todos los pueblos. Eso es tarea de los discípulos y del Espíritu  - la nueva presencia de Jesús –, que les capacitará y fortificará.
    El Señor resucitado no es distinto de Jesús de Nazaret. No ha cambiado la temática: en la despedida les habla del Reino de Dios y de la misión evangelizadora. Desde el cielo mantiene su contacto vivo con los suyos, asistiéndoles con su Espíritu.
     La despedida de Jesús no es un adiós definitivo, ni una ausencia. Su ascensión inagura una nueva presencia. Bendecidos por Jesús, los discípulos afrontan la nueva tarea “con  alegría” (Hch 2,46).

REFLEXIÓN PASTORAL

            El triunfo de Cristo gira en torno a tres grandes celebraciones: la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés.  Hoy celebramos la Ascensión. La 1ª lectura la ha narrado de una manera plástica; la 2ª lectura y el Evangelio hablan de las implicaciones de esa Ascensión: lo que supuso para Jesús, y lo que supone para nosotros. Porque su Ascensión nos atañe, nos pertenece, como nos recuerda la oración con que se inicia esta celebración.
             La Ascensión de Jesús es el primer paso de nuestra ascensión, y un paso seguro, porque lo ha dado Él. Ya tenemos un pie puesto en el cielo, o como dirá san Pablo en la carta a los Efesios, “nos ha sentado con El en el cielo”.  Pero  ese primer paso de Jesús hay que seguirlo con nuestros propios pasos, porque se trata de seguirle, de seguir sus pasos en esa ascensión personal.
            La obra de Jesús: su vida para los demás, su amor preferencial por los menos favorecidos, su vocación por la verdad..., su ser y su hacer, han sido rubricados por el Padre. Y, cumplida su misión, retorna al Padre, punto de partida. “Salí del Padre y vine al mundo, ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre”. No no es un adiós definitivo, sino un hasta luego; no es un desentenderse, porque “voy a prepararos un lugar, para que donde esté Yo estéis también vosotros”.
La Ascensión no significa la ausencia de Jesús de entre nosotros, sino un nuevo modo de presencia entre nosotros. Él continúa presente “donde dos o más estén reunidos en mi nombre” (Mt 18,20), en la fracción del pan eucarístico (1 Cor 11,24), en el detalle del  vaso de agua fresca dado en su nombre (cf. Mt 10,42), en la urgencia de cada hombre (hambre, enfermedad, cárcel, desnudez... “pues lo que hicisteis a uno de estos lo hicisteis conmigo” Mt 25,31-44). Pero ya no será Él quien multiplique los panes, sino nuestra solidaridad fundamentada en Él. Ya no recorrerá Él los caminos del mundo para anunciar la buena noticia, sino que hemos de ser nosotros, sus discípulos, los que hemos de ir por el mundo anunciando y, sobre todo, viviendo su evangelio...
Desde la Ascensión del Señor, sobre la Iglesia ha caído la responsabilidad de encarnar la presencia y el mensaje de Cristo. Se le ha asignado una tarea inmensa: ¡que no se note la ausencia del Señor!
La Ascensión es el principio y el fundamento de la misión. Una misión que consiste fundamentalmente en elevar la realidad, liberándola del egoísmo, de la violencia, de la mentira interesada, de la superficialidad...
La fiesta de hoy nos invita a levantar nuestros ojos, a mirar al cielo en un intento de recuperar para nuestra vida la dosis de trascendencia y esperanza necesaria para no sucumbir a la tentación de un horizontalismo materialista; para dotar a la existencia de motivos válidos y permanentes más allá de la provisoriedad y el oportunismo utilitarista.
Vivir mirando al cielo es no perder nunca de vista la huella del Señor; no es, por tanto, una evasión sino una toma de conciencia crítica frente a los intentos absolutistas y manipuladores de los que pretenden recortar el horizonte del hombre. Elevar nuestros ojos a lo alto es reivindicar altura y profundidad para nuestra mirada, para inyectar en la vida la luz y la esperanza que nos vienen de Dios; para “comprender cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál la riqueza de gloria que da en heredad a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros” (2ª).
La Ascensión del Señor supone también un acto de confianza. Cristo se confía a nuestras manos: nos entrega su obra y Él mismo se nos entrega. Pero volverá a ver qué hemos hecho de esa confianza. ¿Vamos a defraudarle?
Que  sepamos vivir esta fiesta celebrando el triunfo definitivo de Cristo, acogiendo con responsabilidad y gratitud la tarea que Él nos confía. Que también nosotros sepamos elevarnos y elevar nuestro entorno para una convivencia más humana y más cristiana, que sirva a los demás como principio de paz y esperanza.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Cómo vivo la Ascensión? ¿Me siento afectado?
.- ¿Qué realidades están clamando en mí y en mi entorno por una ascensión liberadora?

.- ¿Qué hago por la Tierra nueva, donde habite la justicia?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.