jueves, 9 de junio de 2016

DOMINGO XI TIEMPO ORDINARIO -C


1ª Lectura: II Samuel 12,7-10. 13

En aquellos días dijo Natán a David: “Así dice el Señor Dios de Israel: ‘Yo te ungí rey de Israel, te libré de las manos de Saúl, te entregué la casa de tu Señor, puse sus mujeres en tus brazos, te entregué la casa de Israel y la de Judá, y por si fuera poco pienso darte otro tanto. ¿Por qué has despreciado la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías el hititita y te quedaste con su mujer. Pues bien, la espada no se apartará nunca de tu casa; por haberme despreciado, quedándote con la mujer de Urías´”.
David responde a Natán: “He pecado contra el Señor”. Y Natán le dijo: “Pues el Señor perdona tu pecado. No morirás”.

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David ha cometido dos transgresiones graves de la Ley: asesinato y adulterio. Unas líneas antes (vv 1b-6) él mismo se había convertido en juez inmisericorde respecto del que no respetó la oveja del pobre. Un ejemplo de hasta dónde el pecado nos ciega, hasta no ver nuestro pecado. David declara sentencia de muerte contra el trasgresor.
Dios perdona, pero no ignora ni disculpa el pecado. A David le hace  caer en la cuenta de su malvado proceder. Y David lo reconoce. El pecado de David ha llegado hasta Dios, le ha ofendido. Pero Dios perdona a David su pecado. Un perdón que no quita relevancia a los hechos; éstos dejarán una huella dolorosa en su vida, pero David no morirá. El pecador vive cuando, arrepentido sinceramente, se vuelve a Dios.

2ª  Lectura: Gálatas 2,16. 19-21

Hermanos:
Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la ley sino por creer en Cristo Jesús. Por eso hemos creído en Cristo Jesús para ser justificados por la fe de Cristo y no por cumplir la ley. Porque el hombre no se justifica por cumplir la ley. Por la ley yo estoy muerto, porque la ley me ha dado muerte; pero así vivo para Dios. Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Yo no anulo la gracia de Dios. Pero si la justificación fuera por la ley, la muerte de Cristo sería inútil.

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San Pablo polemiza con judaizantes (cristianos provenientes del judaísmo, que pretendían mantener viva la Ley de Moisés como fuerza salvadora). Su tono es radical. Habla desde su experiencia de converso. Para Pablo no es posible conjugar Ley y Cristo, como fuentes de salvación. Solo Cristo es fuente de salvación, de justificación. No  salva el cumplimiento de la Ley, sino la fe en Cristo que se actualiza en el amor. Pablo se ha desvinculado de la Ley para identificarse, crucificarse, con Cristo. Escribiendo a los Romanos dirá que la Ley no es pecado, pero descubre el pecado, y no aporta la fuerza para eliminarlo (cfr. Rom 7,7-25).
    
Evangelio: Lucas 7,36-8,3

En aquel tiempo, un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús entrando en casa del fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de perfume, y, colocándose detrás, junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado, se dijo: Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer que le está tocando y lo que es: una pecadora.
Jesús tomó la palabra y le dijo: Simón, tengo algo que decirte. Él respondió: Dímelo, maestro.
Jesús le dijo. Un prestamista tenía dos deudores: uno  le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó: Supongo que aquel al que le perdonó más. Jesús le dijo: Has juzgado rectamente.
Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo, sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor: pero al que poco se le perdona, poco ama. Y a ella le dijo: Tus pecados están perdonados.
Los demás convidados empezaron a decir entre sí: ¿Quién es éste que hasta perdona pecados?  Pero Jesús dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, vete en paz.

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          Episodio propio de Lucas, distinto de la unción de Betania (Mt 26,6-13 y paralelos). La escena es elaborada con toques muy precisos. Jesús no es excluyente: acepta la invitación de un fariseo. Y acepta el gesto de una mujer pecadora. Los gestos de la mujer podían ser interpretados diversamente. El fariseo opta por la interpretación malévola; Jesús por la benévola. Y, a partir de ahí, descubre al fariseo las “carencias” de su invitación, y destaca las “querencias” que aquella mujer le expresa con sus gestos.
¿El perdón de sus pecados es efecto del amor a Cristo o el amor a Cristo es el efecto del perdón recibido?  ¿La mujer es perdonada porque ama mucho, o ama mucho porque es perdonada? Parece que el sentido correcto es: el perdón es resultado de la fe -“tu fe te ha salvado”-; y el amor es efecto del perdón. En todo caso, no conviene perderse en disquisiciones: el amor y el perdón van indisolublemente unidos.


REFLEXIÓN PASTORAL

La  escena evangélica que acabamos de leer es conmovedora y está cargada de enseñanzas y sugerencias (Lc 7,36-50). La protagonizan tres personajes: Jesús, Simón, un fariseo observante de la ley, y una mujer “marginal” y marginada en aquella sociedad. Una mujer, pecadora pública, a la que, curiosamente, Jesús convierte en “maestra” de lecciones fundamentales precisamente frente a los “maestros” oficiales de Israel.
Pero sus magisterios son distintos. Ella imparte su lección, de humanidad, ternura y arrepentimiento, a los pies de Jesús, ungiendo y besando sus pies; ellos, también imparten la suya, de rigorismo legalista, “sentados en la cátedra de Moisés” (Mt 23,2), atando “cargas pesadas” sobre los hombros (Lc 11,46).
Y Jesús, que no es un ingenuo, sabía quién era aquella mujer, sabía que en su vida había muchos pecados, y no los justifica. Pero también sabía que no todo era pecado en su vida, por eso no los absolutiza. Allí había gérmenes que estaban esperando ser despertados y reconocidos: una gran fe y un gran amor. Y es lo que hace Jesús: mirar la parte buena del corazón. Ni la mortifica con preguntas, ni la “confiesa”. “Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor” y “una gran fe”. ¿Y hace falta algo más?
¡Que necesario es hoy, para todos, recuperar la mirada de Jesús! Cuántas veces creemos conocer al otro, y en realidad no conocemos más que una parte, y no siempre la mejor. Cuántas veces decimos, “¡Ah, si tú supieras quién es…!”. Pero, ¿y tú lo sabes? Solo Dios conoce de verdad. “Dios no mira como los hombres; los hombres miran las apariencias, pero Dios mira al corazón”, corrigió Dios al profeta Samuel (I Sm 16,7).
¡Cuántas personas se han hundido en eso que los “buenos” llaman “mala vida”, porque en un momento difícil en que, desde su postración, buscaron comprensión y acogida, solo encontraron dedos que les señalaban y descalificaban!
Hoy la palabra de Dios nos invita a no convertirnos en censores de los otros, sino a examinarnos a nosotros mismos y, como David, a reconocer que también nosotros “hemos pecado contra el Señor”.
Y a algo más: a asumir progresivamente, como quehacer permanente, nuestra identificación con Cristo. “No vivo yo, es Cristo quien vive en mí” afirma san Pablo en la segunda lectura; y eso no significa ningún tipo de enajenación personal, sino una personalización de Cristo, admitido conscientemente como referente existencial y primordial. Pablo siente y con-siente con Cristo; vive y con-vive con Cristo; existe y co-existe en Cristo… Se trata de una configuración que redimensiona a la persona entera: sentimientos (Flp 2, 5ss) y mentalidad (I Co 2, 16).
Desde esta configuración personal, la actuación del cristiano reviste la modalidad de una acción de Jesús, porque  “es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20). Y así podremos apropiarnos su mirada misericordiosa hacia los otros y aceptar su mirada salvadora para nosotros. ¡Ojalá podamos escuchar también las palabras de Jesús: “Sus muchos pecados están perdonados, porque ha amado mucho…Tu fe te ha salvado, vete en paz!”

REFLEXIÓN PERSONAL   
.- ¿Cómo me sitúo ante el pecado del otro? ¿Con misericordia?
.- ¿Puedo decir con san Pablo “es Cristo quien vive en mí”?
.- ¿He experimentado la fuerza transformadora del perdón de Dios?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.


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