jueves, 30 de octubre de 2014

DOMINGO XXXI -A-: CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS


1ª Lectura: Sabiduría 3,1-6.9

    La vida de los justos está en manos de Dios, y no los tocará el tormento. La gente insensata pensaba que morían, consideraba su tránsito como una desgracia, y su partida de entre nosotros como una destrucción; pero ellos están en paz. La gente pensaban que cumplían una pena, pero ellos esperaban de lleno la inmortalidad; sufrieron pequeños castigos, recibirán grandes favores, porque Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí; los probó como oro en crisol, los recibió como sacrificio de holocausto. Los que confían en él comprenderán la verdad, los fieles a su amor seguirán a su lado; porque quiere a sus devotos, se apiada de ellos y mira por sus elegidos.         


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    Texto luminoso, que marca un hito en la reflexión veterotestamentaria sobre la suerte final de los justos. No hay lugar para el temor. Desgracia, destrucción, castigo…, han sido, y a veces aún hoy son, interpretaciones frecuentes de la muerte. La muerte abre al futuro. Las pruebas en la vida del justo son el control de calidad de su fe y el aval de la vida bienaventurada.


2ª Lectura: Romanos 8,31b-35.37-39

    Hermanos:
    Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros? ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos de amor de Dios manifestado en Cristo jesús, Señor nuestro.


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    Con este himno triunfal, apasionado y optimista concluye Pablo la sección central de su carta. La razón de ese optimismo tiene un fundamento bien preciso: el amor inmenso de Dios manifestado en Cristo. Importantes son las  preguntas formuladas por el Apóstol, dirigidas inicialmente más que a alentar la esperanza en el más allá, superando el miedo de la muerte, a estimular la audacia en el más acá, animando a entregar la vida en un seguimiento fiel de Cristo.



Evangelio: Lucas 24,13-35

                                                        
    Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo: “Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída”. Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció. Ellos comentaron: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”. Y levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”. Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

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    Solo desde la fe en la resurrección de Cristo, el cristiano hace su opción de fe en la vida eterna. Los discípulos de Emaús habían hecho una lectura equivocada de la vida y de la muerte de Jesús. “Ya hace tres día de todo esto”. Olvidando que Dios siempre actúa al “tercer día”; su calendario no es el nuestro. No es fácil la lectura de ciertos capítulos de la vida, entre ellos el de la muerte. Pero Jesús es un buen maestro de lectura, y aporta claves luminosas.


REFLEXIÓN PASTORAL

    La conmemoración en este Domingo XXXI de los Fieles Difuntos nos sitúa ante un planteamiento de gran trascendencia para la vida. Con motivo de esta fecha dirigimos nuestros pasos hacia el cementerio, como un recuerdo agradecido a los que nos precedieron el signo de la fe y duermen el sueño de la paz. Y es importante que hagamos correctamente ese camino: como los que tienen esperanza. Pero ese día, además de orar y depositar unas flores, deberíamos reflexionar.
    Hoy se pretende disimular y hasta deshumanizar la muerte. Es una paradoja que nunca una sociedad haya producido tanta muerte y, al mismo tiempo, pretenda ignorarla, camuflarla, narcotizarla y hasta comercializarla. ¡Hoy ya no solo cuesta vivir, también cuesta morirse!
     Pero es inútil colocarse de espaldas a realidades que tenemos de frente y que, por tanto, hay que afrontar. Y una de esas realidades ineludibles es la muerte: capítulo fundamental de la vida. De ahí la importancia de escoger una buena clave de lectura.
     Porque la muerte es susceptible de múltiples lecturas. Puede sufrirse, puede ser protagonizada y hasta celebrada y cantada. Puede vivirse y verse como desarraigo o como abrazo fraterno (el de la hermana muerte); como aniquilación o como descanso; como exilio al frío mundo del no ser o como retorno a la casa del Padre; como confinamiento al más absoluto de los vacíos o como caída en los brazos de Dios; como siega voraz o como siembra esperanzada; como ocaso o como aurora.
     El creyente no es inmune al problema, pero es invitado a abordarlo específicamente, como los hombres que tienen esperanza (1 Tes 4,13). Y desde ahí, morir y vivir adquieren horizontes más amplios y profundos: no son solo hechos biológicos, sino sacramentales, insertos en el misterio de la vida y muerte de Cristo, pues “si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor” (Rom 14,8-9).
Los textos bíblicos elegidos para iluminar la celebración eucarística son muy elocuentes. El libro de la Sabiduría (1ª) ilumina la suerte última de los justos, para los que la muerte es su “éxodo” definitivo del mundo y su caída en las manos de Dios, su retorno a casa. Aunque advierte de que también hay otra lectura, la de “la gente insensata”.
 San Pablo (2ª) anima la audacia cristiana, confiando en la solidez del amor de Cristo. La “batalla” de la muerte la tenemos ya ganada, seguros que “ni la muerte ni la vida…, podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro”.
El Evangelio, finalmente, narra el desencanto de unos discípulos ante el final dramático de Jesús, y el encuentro revelador con el Resucitado, quien les descubre su torpeza para hacer una lectura correcta de su muerte. ¡Y cuántas veces, todavía, seguimos haciendo lecturas equivocadas de la vida y de la muerte!


REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Con qué calidad vivo la vida?
.- ¿Cuál es mi lectura de la vida?
.- ¿Y mi lectura de la “hermana” muerte?


DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

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