jueves, 30 de enero de 2014

DOMINGO IV -A-: LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR


1ª Lectura: Mal 3,1-4

    Así dice el Señor: Mirad, yo envío mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario el Señor  a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis. Miradlo entrar -dice el Señor de los ejércitos-. ¿Quién podrá resistirlo el día de su venida?, ¿quién quedará en pie cuando aparezca? Será un fuego de fundidor, una lejía de lavandero: se sentará como un fundidor que refina la plata, como a plata y a oro refinará a los hijos de Leví, y presentarán al Señor la ofrenda como es debido. Entonces agradará a Dios la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, como en los años antiguos.

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    El oráculo de Malaquías contempla la situación deteriorada del pueblo, tras el regreso del exilio. Un deterioro atribuido al abandono del cumplimiento de la ley del Señor. El profeta anuncia la visita del Señor, precedida de un mensajero. Será una visita purificadora; comenzará por el templo y se extenderá a todo el pueblo, borrando sus crímenes (v 5). El NT ha visto en este oráculo un anticipo del Bautista (el mensajero) y del mismo Jesús (el purificador del templo). La liturgia de la fiesta de la Presentación lo trae a esta fiesta, aplicándolo a la entrada de Jesús en el templo.

2ª Lectura: Hebreos 2,14-18

    Hermanos:
    Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también Jesús; así, muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos. Notad que tiende una mano a los hijos de Abrahán, no a los ángeles. Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que se refiere a Dios, y expiar así los pecados del pueblo. Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella.

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    Nos hallamos ante uno de los textos más bellos, densos y esperanzadores del NT: es el canto a la fraternidad de Dios con el hombre. En él se hace la presentación de Jesús, entrando en el gran templo de la humanidad. Jesús es de nuestra familia, es uno de los nuestros, forma parte de nuestra historia. No se avergüenza de llamarnos hermanos (Heb 2,11). Nos ha tendido su mano fraterna, sacándonos de nuestros miedos más profundos. Ha recorrido nuestro camino, pasando por nuestras pruebas, se ha hecho semejante a nosotros, excepto en el pecado (Heb 4,15).


Evangelio: Lucas 2,22-40

                                                                               
    Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: “Todo primogénito varón será consagrado al Señor”, y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”.
   Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu fue al templo.
   Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quién has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”.      Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: “Mira, este está puesto en Israel para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma”.
    Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
   Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

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 Tres cuadros ofrece el relato de san Lucas. En el primero -la presentación- confluyen tres aspectos: la purificación ritual de la madre (Lc 2,22 = Lv 12,2-4), la consagración de primogénito (Lc 2,22b-23 = Ex 13,2) y el rescate (Lc 2,24 = Ex 13,13; 34,20; Lv 5,7; 12,8), que en el caso de Jesús se hace conforme a lo prescrito para las familias económicamente débiles.
    Un segundo cuadro lo protagonizan Simeón (de quien no se dice que fuera un anciano) y la profetisa Ana. Son los encargados de desvelar el misterio. Como al entrar Jesús en el Jordán, hundido en el anonimato, se abrieron los cielos para descubrir su verdad más profunda (Mc 1,11); al entrar en el templo, también hundido en el anonimato, se abren los labios de Simeón para descubrir el misterio de aquel niño. ¡Ya desde el principio Dios ha revelado “estas cosas a la gente sencilla” (Mt 11,25)!
    El tercer cuadro, en apretada síntesis, muestra el proceso de crecimiento integral de Jesús en la familia de Nazaret.

REFLEXIÓN PASTORAL

    Este domingo IV del Tiempo Ordinario celebra la Iglesia la fiesta de la Presentación del Señor. Nacida en las iglesias de Oriente, su nombre original era fiesta del “encuentro”, y su contenido esencialmente cristológico. Posteriormente, fue revestida de un tono mariológico. A partir del Concilio Vaticano II la fiesta volvió a recuperar en la liturgia la tonalidad cristológica original, sin perder la sensibilidad devocional mariana.
     Se trata de una de las fiestas más antiguas. La peregrina Eteria, en su “Itinerarium” (390), se refiere a ella con el nombre genérico de “Quadragesima de Epiphania” (cuarenta días después de la Epifanía), y su fecha de celebración era el 14 de febrero. Posteriormente pasó a celebrarse el 2 de Febrero, cuarenta días después de la Natividad del Señor.  La denominación de “fiesta de las luces” se remonta a mediados del s. V, y en el VI es introducida en Occidente. Según san Cirilo de Escitópolis (s.VI), fue la matrona romana Ikelia (450-457) la que sugirió celebrarla, introduciendo la procesión de luces, de ahí las candelas que tipifican la fiesta.
    La ley judía mandaba que, a los cuarenta días del alumbramiento de un niño (ochenta si se trataba de una niña), las madres hebreas habían de presentarse en el Templo para ser purificadas de la impureza legal que habían contraído con el parto. No se trataba de purificarse de un pecado, ser madre nunca mancha: “la mujer se salvará por su maternidad” (1 Tim 2,15). María cumple con este rito, y como una mujer económicamente débil, lo hace ofreciendo un par de tórtolas  o dos pichones.
    El segundo motivo, teológicamente más relevante, es la presentación de Jesús. “Rescatarás a todo primogénito entre tus hijos”, se determinaba en el libro del Éxodo (34,20). Los primogénitos se consideraban como propiedad de Dios, y debían vivir exclusivamente para el servicio del culto divino. Al ser este servicio asignado a la tribu de Leví, los demás miembros del pueblo de Israel debían “rescatar” a sus primogénitos. María y José, como una familia más, cumplieron con esta exigencia legal, según los cánones de la gente pobre. Jesús es el Hijo de Dios, pero también hijo del pueblo de Dios. Es el Rescatador (Tit 2,14), rescatado.
    Y así, Dios entra en el Templo, en brazos de una mujer humilde, despistando a todos los estamentos de la religión judía. María va a ofrecer y a rescatar a su Hijo primogénito que es, a su vez, el Hijo Unigénito de Dios.  Con esta ofrenda, quizá sin darse cuenta aún, María comienza la despedida de su Hijo, que pocos años después, y también en el templo, les dirá: “¿Por qué me buscabais, no sabéis que debo estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49). María lo presiente, y lo acepta. Más que un rescate, aquello es una ofrenda: ofrece a su hijo, y se ofrece con su hijo, al proyecto de Dios en una prolongación de aquel “Hágase en mí, según tu palabra” (Lc 1,38).
    La fiesta de la Presentación del Señor es una revelación del misterio de Cristo: la Carta a los Hebreos (2ª lectura) lo muestra como el sacerdote y hermano misericordioso.
  Hoy celebramos “la presentación del Señor”, pero es también una invitación a nuestra propia presentación al Señor, como “ofrendas vivas” (Rom 12,1), y a presentar al Señor ante los hombres con la clarividencia y la pasión de Simeón y de Ana. En este contexto, la Iglesia celebra en este día la JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA.

REFLEXIÓN PERSONAL
.- ¿Qué significa para mí Jesús? ¿Es el Salvador, la Luz…?
   .- ¿Se han descubierto ante él los pensamientos de mi corazón?
   .- ¿Con qué pasión presento yo a Jesús a los demás?


DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

jueves, 23 de enero de 2014

DOMINGO III TIEMPO ORDINARIO -A-


1ª Lectura: Isaías 9,1-4

    En otro tiempo el Señor humilló el país de Zabulón y el país de Neftalí; ahora ensalzará el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles.
    El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo: se gozan en tu presencia como se gozan al segar, como se alegran al repartirse un rico botín. Porque la vara del opresor, el yugo de su carga, el bastón de su hombro los quebrantaste como el día de Madián.

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    El oráculo de Isaías contempla, probablemente, la situación de humillación que hubieron de soportar los habitantes de Galilea, desterrados por Teglatfalasar III (732), y la situación tan deteriorada en que quedó la región.  A ese pueblo, “que habitaba en tinieblas”, el profeta le anuncia una luz y una gran alegría -el día del Señor-, “porque un niño nos ha nacido…” (Is 9,5). 


2ª Lectura: 1 Corintios 1,10-13.17

    Hermanos:
    Os ruego en nombre de nuestro Señor Jesucristo: poneos de acuerdo y no andéis divididos. Estad bien unidos con un mismo pensar y sentir. Hermanos, me he enterado por los de Cloe de que hay discordias entre vosotros. Y por eso os hablo así, porque andáis divididos diciendo: Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Pedro, yo soy de Cristo”. ¿Está dividido Cristo? ¿Ha muerto Pablo en la cruz por vosotros? ¿Habéis sido bautizados en nombre de Pablo? No me envió Cristo a bautizar sino a anunciar el Evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo.


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    Ante los sectarismos que estaban surgiendo en la comunidad de Corinto, Pablo advierte de que en la Iglesia no hay más referente que Jesucristo. Denuncia y condena la fragmentación de la iglesia. Pero también denuncia la pretensión de convertirse en líderes, capitalizando lo que solo es obra exclusiva de Cristo. Dos advertencias y dos denuncias que alertan sobre dos tentaciones que han acompañado siempre a la Iglesia: el sectarismo y el protagonismo excluyente. 

  
Evangelio: Mateo 4,12-23

    Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías:
    “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y en sombras de muerte, una luz les brilló”
    Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: Convertíos porque está cerca el reino de los cielos.
    Paseando junto al lago de Galilea vio a dos hermanos, a Simón, al que llaman Pedro, y a Andrés, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores. Les dijo: Venid y seguidme y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron.
    Y pasando adelante vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron.
    Recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y las dolencias del pueblo.


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    Mateo, vincula a Jesús el oráculo esperanzador de Isaías, y ve encarnada en Cristo la “luz grande” que viene a iluminar “a los que habitaban en tierra y en sombras de muerte”. Esa luz comienza a iluminar con un anuncio gozoso: la conversión ante la cercanía del reino de Dios. Y se concreta y manifiesta en una acción regeneradora de la humanidad, curando sus dolencias y enfermedades.
    Pero Jesús busca compañeros, que serán seguidores suyos y continuadores de su obra. Y de ahí surge la Iglesia, con la misma vocación y misión sanadora del Señor.  El seguimiento de Jesús no se agota en “seguirle” (yendo detrás), exige “proseguirle” (continuando su obra).


REFLEXIÓN PASTORAL

    “La Palabra de Dios no está encadenada” (2 Tim 2,9). Podrán ser apresados y silenciados sus mensajeros, pero ella siempre encuentra caminos y cauces nuevos para hacerse oír. De eso nos habla el relato evangélico: silenciada la voz  profética de Juan, aparece la de Jesús.
     La profecía de Isaías (Is 9,1) san Mateo la ve cumplida en Jesús, él esa “luz grande, que ha amanecido  al pueblo postrado en tinieblas, a los que habitaban en tierra y sombras de muerte” (Mt 4,16).
    Y esa luz comienza a iluminar los caminos de los hombres, de todo hombre, con una llamada a la conversión -“¡Convertíos!”- y con una oferta de salvación -“el Evangelio del Reino”, acompañada de credenciales palpables -“curando las enfermedades y dolencias del pueblo”-. Y es que la Palabra de Dios, y Jesús es su encarnación personal, es una realidad “viva y eficaz” (Heb 4,12).
      Y esa luz y esa palabra ha de seguir brillando y resonando; para eso necesita continuadores y testigos. Es el segundo aspecto que subraya el Evangelio. Cristo se acerca a unos hombres sencillos, en sus puestos de trabajo, para ofrecerles tarea. ¡Jesús nunca llama al paro!
    Como nos recuerda la parábola de los obreros enviados a la viña (Mt 20,1-16), Dios constantemente está saliendo a buscar trabajadores, porque “la mies es mucha” (Mt 9,37).
     La respuesta, generosa y decidida, de aquellos hermanos se convierte en ejemplo de respuesta.  A Jesús no se le puede seguir con reticencias y ambigüedades. Ellos dejaron “inmediatamente” las redes; y nosotros hemos de “desenredarnos” de todo lo que nos impida ese seguimiento. Y el subrayado “inmediatamente” es intencionado. El seguimiento ha de hacerse sin reticencias (Lc 9,57-62).
    Y será precisamente la experiencia de ese seguimiento, lo aprendido en la compañía de Jesucristo, lo que anunciarán después: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1 Jn 1,1-3).
    Aquellos hombres fueron los intermediarios entre Jesús y la Iglesia; y hoy la Iglesia, es decir nosotros, debemos ser los intermediarios entre Dios y el mundo.  ¿Estamos en condiciones de asumir esa tarea, de ser ese canal de transmisión, ese punto de conexión, que no necesariamente de coincidencia?
     Quizá podríamos conseguirlo si, como nos recuerda s. Pablo en la 2ª lectura, en nosotros brillara de forma inequívoca la unidad de sentimiento y pensamiento –“¿Está Cristo dividido?” (1 Cor 1,13); ¿no hay excesivos maestros y sectarismos?-.
       Acabamos de celebrar el Octavario de oración por la unidad de los cristianos. “Que todos sean uno…, para que el mundo crea”, oró Jesús (Jn 17,21). Pero esa unidad no significa la uniformidad empobrecedora y monótona, sino saber vivir en un sano pluralismo, sin descalificaciones partidistas, buscando todos, con la mejor voluntad y rectitud de intención, la verdad en el amor, “creciendo hasta Aquél que es la cabeza, Cristo, de quien todo el cuerpo toma cohesión” (Ef 4,15-16).


REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Con qué responsabilidad y generosidad asumo mi tarea evangelizadora?
.- ¿Soy constructor de unidad y comunión en la comunidad eclesial y en la vida?
.- ¿Con qué radicalidad sigo al Señor?


DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

miércoles, 15 de enero de 2014

DOMINGO II (Tiempo Ordinario) -A-


1ª Lectura: Isaías 49,3.5-6

    “Tú eres mi siervo (Israel) de quién estoy orgulloso”. Y ahora habla el Señor que desde el vientre me formó siervo suyo, para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel -tanto me honró el Señor y mi Dios fue mi fuerza-: Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.

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    No es fácil acertar con la identidad de este “siervo” del libro de Isaías. La cuestión ya aparece planteada en Hch 8,34. En el judaísmo precristiano y contemporáneo a Cristo se pensaba sobre todo en Israel (glosa hebrea en Is 49,3 y de los LXX en Is 42,1) o en un personaje del AT (Sab 2,12-20; 5,1-7; Hch 8,32). Algunos niegan la interpretación mesiánica; otros la afirman y explican que la supresión fue debido al uso que de ella hacían los cristianos.
    El NT ha señalado los contactos entre el “siervo” y Jesús. De ahí que la tradición cristiana haya seguido en esa línea. Pero hay que notar,  por lo que se refiere a Jesús: Parece que él no vio especialmente reflejada su conducta y misión en los tres primeros cantos. Los textos más importantes serían los del cuarto canto y otros fragmentos isaianos como 43,4; 44,26; 50,10; 59,21; él mismo aplicó a sus discípulos ideas del segundo y tercer canto (cf. Mt 5,14.16 con Is 49,3.6; 50,6). Aunque la iglesia primitiva consideró a Jesús como el Siervo de Dios, esto no eliminó la interpretación colectiva (Lc 1,54) ni impidió que se aplicasen a los discípulos algunos rasgos del Siervo (cf Hch 8,34s=Jesús; 14,37; 26,17s=Pablo).  La interpretación mesiánica debe ir acompañada de la interpretación eclesial. Y no hay que exagerar su importancia a la hora de explicar la vida de Jesús. Hay otros textos de más relieve: Is 61,1-3= Lc 4,18-19.


2ª Lectura: 1 Corintios 1,1-3

    Yo, Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo, por voluntad de Dios, y Sóstenes, nuestro hermano, escribimos a la Iglesia de Dios en Corinto, a los consagrados por Jesucristo, al pueblo santo que él llamó y a todos los demás que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo Señor nuestro y de ellos. La gracia y la paz de parte de Dios nuestro Padre, y del Señor Jesucristo, sea con vosotros.

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    Esta introducción / saludo de la primera carta a los Corintios no es un mero trámite o protocolo literario. En ella Pablo destaca ideas fundamentales: su identidad de apóstol de Jesucristo y su legitimidad -llamado…,  por voluntad de Dios-, y la identidad de la comunidad de Corinto: pueblo santo, Iglesia de Dios, consagrados por Jesucristo. Destaca un detalle significativo: no solo los cristianos de Corinto son los destinatarios de la carta sino todos los demás que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo; esta extensión, pues, nos incluye a nosotros. Y sería importante no olvidar este aspecto a la hora de leerla o de escucharla.

Evangelio: Juan 1,29-34

    En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quién yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel.
    Y Juan dio testimonio diciendo: He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.

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    El ciclo de los testimonios -en la 1ª lectura sobre el “siervo”; en la 2ª lectura sobre Pablo y la comunidad cristiana-, se cierra con el testimonio de Juan el Bautista sobre Jesús: es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
    El Cordero es uno de los símbolos de la cristología joánica (cf. Apo 5,6.12…), y funde en él la imagen del “siervo” de Is 53, que carga con los pecados de los hombres y se ofrece como cordero expiatorio (Lv 14), y el rito del Cordero pascual (Ex 12,1), símbolo de la liberación de Israel.
    Jesús es el hombre signado por el Espíritu Santo, el Hijo de Dios y el verdadero Cordero de la liberación y la redención. Consciente de la prioridad y superioridad de Jesús, Juan contrapone su bautismo con agua -indicativo-  y el bautismo de Jesús, con Espíritu Santo -de plenitud-.


REFLEXIÓN PASTORAL

El Evangelio que se proclama este domingo nos ofrece el testimonio de Juan el Bautista sobre Jesucristo: es el Cordero de Dios (cf. Ex 12,1ss; Is 53,7.12). Garantizado por el Espíritu (cf. Is 11,2) y plenificado por él, Jesús es el hombre del Espíritu. Y ese testimonio nos permite o más bien nos obliga a una reflexión sobre nuestro testimonio cristiano.
    “¿Quién decís que soy yo?” (Mt 16, l5). Formulada por Jesús a los Doce, en un momento de desconcierto, la pregunta implica dos niveles en la respuesta.
            ¿Quién soy para vosotros? - nivel personal -. No es una invitación a inventar a Jesús, sino a descubrirle, a reconocerle cómo y dónde El ha querido manifestarse. Y puesto que ese conocimiento no es “hechura de manos humanas” (Sal 115,4), nos conducirá al mundo de la oración y de la escucha de la Palabra, porque “nadie conoce al Hijo sino el Padre” (Mt 11,27, y “nadie viene a mí si el Padre no lo atrae” (Jn 6,44).
    Pero a ese Cristo descubierto personalmente hay que descubrirlo públicamente. ¿Quién decís a los otros que soy yo? - nivel testimonial - . Y esto nos conducirá al encuentro con la vida de cada día.
    Los dos aspectos de la pregunta son importantes; porque somos propensos, por una parte a contentarnos con imágenes de Cristo más devocionales que reales, y, por otra, cedemos fácilmente a la tentación de privatizar demasiado esa fe, olvidando que la fe que no deja huella pública en la vida es irrelevante.
    Hoy el Evangelio nos habla de la necesidad de un testimonio de Cristo claro y coherente, sabiendo que, por eso mismo, ha de ser conflictivo -“porque no sois del mundo” (Jn 15,19)-, preferencial -“obedecer a Dios antes que a los hombres” ( Hch 5,29)- e integral -“hacedlo todo en el nombre del Señor”(1 Cor 10,31).
    El nombre de cristiano no debe ser la envoltura de “nada”, y, menos aún, de una mercancía soporífera, sino la consecuencia de un descubrimiento, el de Cristo, que termina en un compromiso real con la vida.
    La tarea de cada momento de la Iglesia y de cada miembro de la Iglesia es dar testimonio de Jesucristo; en esa línea se situaron Pablo y Sóstenes (2ª lectura).
    Pero sobre la Iglesia en general, y sobre cada cristiano en particular, se alza, también en este tema, el mandamiento del Señor: “No darás falso testimonio” (Ex 20,16). Y a eso pueden equivaler ciertos silencios y ambiguedades.
    Dentro del Octavario de Oración por la Unión de todos los Cristianos, hemos de considerar esta unidad y conversión al proyecto de Jesús como uno de los retos  y de los rostros específicos del testimonio cristiano.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Cómo es mi testimonio de Cristo?
.- ¿Hablo solo de oídas?

.- ¿Es un testimonio vivencial y creíble?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

jueves, 9 de enero de 2014

FIESTA EL BAUTISMO DEL SEÑOR -A-


1ª Lectura: Isaías 42,1-4. 6-7

    Esto dice el Señor: Mirad a mi siervo a quien sostengo; mi elegido a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pábilo vacilante no lo apagará. Promoverá fielmente el derecho, no vacilará ni se quebrará hasta implantar el derecho en la tierra y sus leyes, que esperan las islas. Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas.

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    El texto seleccionado es el primero de una colección isaiana denominada “Cantos del Siervo”. Se ha debatido mucho sobre la identidad de este personaje -individual o colectiva-, pero en todo caso era uno de los catalizadores de la esperanza de Israel. Se trata de un personaje ligado profundamente a Dios, elegido por él y convertido en alianza y luz de los pueblos. Su misión será regeneradora de la sociedad y de las personas, con un estilo humilde. La liturgia cristiana, siguiendo la huella del NT (Mt 12,18-21), aplica este primer canto a Jesús.

2ª Lectura: Hechos de los Apóstoles 10,34-38

    En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los israelitas anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos. Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él.

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    Al entrar en casa del centurión Cornelio, un pagano, Pedro declara la “apertura” de Dios a todo el que le busca con sincero corazón. Una apertura personalizada en Jesucristo, el Señor de todos, Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu, y cuya historia pública se inició en las aguas del Jordán, río de hondas resonancias en la historia bíblica. 


Evangelio: Mateo 3,13-17


    En aquel tiempo, fue Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: Soy yo el que necesita que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?
Jesús le contestó: Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere.
Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo, que decía: Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto.

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    El bautismo de Jesús en el Jordán fue un hecho incuestionable, pero difícil de asumir en la primitiva comunidad cristiana en sus relaciones con los seguidores del Bautista. San Mateo quiere dejar clara la prioridad de Jesús sobre el Bautista, cuya misión es la de precursor. Su persona y su bautismo son preparación de la persona y misión de Jesús, que queda desvelada con la presencia del Espíritu de Dios y la voz del cielo. El texto está cargado de intencionalidad teológica. La alusión al Jordán evoca la entrada definitiva del pueblo en la Tierra prometida y supone el fin del éxodo. Entrando en su aguas, Jesús anuncia la verdadera libertad. Juan le reconoce como el Mesías de Dios, y la voz del cielo le identifica como su Hijo. Jesús es el Libertador, el Mesías, el Hijo de Dios.

REFLEXIÓN PASTORAL

    La fiesta del bautismo de Jesús pone fin al ciclo litúrgico de la Navidad. Es una fiesta chocante. Sin embargo, el hecho de que Jesús acudiera al río Jordán, para ser bautizado por Juan es un hecho históricamente cierto. Coinciden en el dato los cuatro Evangelios.
    En la Palestina contemporánea a Jesús estaba extendida la costumbre de purificarse ritualmente por medio del agua. En este contexto apareció Juan, predicando conversión y ofreciendo, como signo de la misma, una purificación a través de un bautismo. Para ello eligió las aguas del río Jordan, un río que evocaba el paso definitivo a la tierra prometida.  Y muchos aceptaban su predicación, se arrepentían y recibían su bautismo.       Hasta aquí todo normal. ¿Pero, qué hace Jesús en la fila de los hombres pecadores? ¿Por qué realiza él ese gesto de bautizarse, además diluido en “un bautismo general” (Lc 3,21). El mismo Juan se extraña: “Soy yo quien debe ser bautizado por ti...” (Mt 3, 14). Pero es que Jesús no había venido a hacer ostentación de sus privilegios, sino que, por libre decisión, se hizo semejante a nosotros en todo (Flp 2,7), excepto en el pecado (2 Cor 5,21; I Jn 3,5; 1 Pe 2,22).  Hasta aquí llegó la encarnación del Hijo de Dios. No terminó en el seno de María, sino que recorrió toda la andadura humana, hasta pasar por la muerte, él que era la Vida.
    Por eso Jesús, sin pecado, no duda en mezclarse con los pecadores: porque solo se salva compartiendo, desde dentro y desde abajo, la condición del hombre... Jesús entra en nuestra “corriente de agua”, para sanarla, cual nuevo Elías (2 Re 2,19-22). El pecado no entró en él; es él quien entró en el pecado, para redimirlo y desactivar su poder destructor (2 Cor 5,21; Rom 8,33; Gal 3,13).
    Y, al confundirse entre los hombres, al hundirse en nuestras aguas, se abren los cielos de par en par para revelar su grandeza y su verdad y se “oye la voz del Señor sobre las aguas” (Sal 29,3): “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto” (Mt 3,17). Ya no son ángeles, pastores ni estrellas quienes nos descubren su verdad, es el Padre Dios.
    Pero no terminan aquí las lecciones de este día. La 1ª lectura pone de relieve proféticamente, el estilo y el contenido del auténtico enviado de Dios: no quebrar ni ahogar esperanzas... (Is 42,2-3). Y hay que tener la mirada muy limpia y muy profunda para descubrir vida y esperanzas donde otros solo constatan desesperación y muerte. Muchos se han hundido en lo que llamamos “mala vida”, porque no encontraron a tiempo alguien que les concediera un poco de credibilidad y confianza. En vez de manos tendidas y acogedoras, solo encontraron dedos anatematizadores y descalificadores.
    El paso de Jesús, como nos recuerda la 2ª lectura, fue muy distinto. “Pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos..., porque Dios estaba con El” (Hch 10,38).
    De todo esto nos habla la fiesta del bautismo de Jesús, y nos invita a verificar nuestra vivencia bautismal, porque el bautismo no se acredita con un documento sino con una, y vida nuestra vida no puede ser la negación, sino la acreditación de nuestro bautismo.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Qué significa para mí el bautismo?
.- ¿Qué huella dejo en la vida?
.- ¿La de Jesús, que pasó haciendo el bien?


DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

domingo, 5 de enero de 2014

EPIFANÍA DEL SEÑOR -A-


1ª Isaías 60,1-6

    ¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz: la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad de los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora.
    Levanta la vista en torno, mira: todos esos se han reunido, vienen a ti: tus hijos llegan de lejos, a tus hijas las traen en brazos. Entonces los verás, radiante de alegría; tu corazón se asombrará, se ensanchará, cuando vuelquen sobre ti los tesoros del mar, y te traigan las riquezas de los pueblos. Te inundará una multitud de camellos, los dromedarios de Madián y de Efá. Vienen todos de Sabá, trayendo incienso y oro, y proclamando las alabanzas del Señor.

                                   ***                  ***                  ***

    El oráculo del profeta contempla la restauración de Jerusalén. Una restauración interior -la gloria del Señor la habitará- y exterior -será luz para las naciones-. A ella peregrinarán no solo sus hijos exiliados, sino todos los pueblos, ofreciéndole dones excelentes. El profeta quiere expresar su esperanza y alentar la esperanza del pueblo. La perspectiva universalista y la alusión a las ofrendas de oro e incienso han vinculado este esto al motivo de la adoración de los Magos.

2ª Efesios 3,2-3a.5-6

     Hermanos:
    Habéis oído hablar de la distribución de la gracia de Dios que se me ha dado en favor vuestro. Ya que se me dio a conocer por revelación el Misterio que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido ahora revelado por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio.

                                   ***                  ***                  ***

Escribiendo a cristianos provenientes del paganismo, el apóstol se presenta como revelador del Misterio salvador de Dios, que alcanza a todos los hombres. En Cristo ha sido derrumbado el muro que separaba a los hombres (Ef 2,14),  convirtiendo a todos en miembros de un solo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo. La fiesta de la Epifanía subraya esta vocación universal a la salvación, caminando a la luz del Evangelio.

Evangelio: Mateo 2,1-12

    Jesús nació en Belén de Judá en tiempo del rey Herodes. Entonces, unos Magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo.
    Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó, y todo Jerusalén con él; convocó a los sumos pontífices y a los letrados del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías.
    Ellos le contestaron: En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el Profeta:“Y tú, Belén, tierra de Judá,
no eres ni mucho menos la última de la ciudades de Judá; porque de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel”.
    Entonces Herodes llamó en secreto a los Magos, para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño, y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir  yo también a adorarlo.
    Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y, cayendo de rodillas, lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y, habiendo recibido en sueños un oráculo para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino.

                                   ***                  ***                  ***

    Quizá sea uno de los episodios sobre los que más se ha fabulado, desplazando el acento hacia zonas cada vez más alejadas de su sentido original, absolutizando lo anecdótico e irrelevante. Convendría atenerse a la sobriedad e intencionalidad del texto.
    El centro del relato, y de la fiesta posterior, no son los Magos, sino la afirmación de que con el nacimiento de Cristo, la Luz ha venido al mundo; la proclamación de la voluntad salvadora de Dios para todos los hombres; la epifanía de su amor universal.
    El evangelista teje esta afirmación con hilos tomados del AT. La tradición judía anunciaba al Mesías como la estrella que surge de Jacob (Num 24,17). Y, según las profecías, los pueblos paganos habrían de rendirle homenaje (Is 49,23; 60,6; Sal 72,10-15). Finalmente san Mateo combina dos citas que anunciaban la venida del Mesías (Miq 5,1 y 2 Sam 5,2), para mostrar que Jesús es el Mesías.
    Ante esta Luz, las actitudes pueden ser divergentes: búsqueda apasionada, o indiferencia, hostilidad y temor.

REFLEXIÓN PASTORAL

    La fiesta del 6 de Enero, al menos en nuestros ambientes, está en peligro. Su contenido original ha ido sufriendo un progresivo desplazamiento hacia zonas cada vez más alejadas de su auténtico sentido, absolutizando lo anecdótico e irrelevante.
    Para comprenderla hay que volver a la palabra de Dios. La Epifanía es una fiesta de Luz y de Alegría; así la presenta el texto de Isaías. Una llamada a otear horizontes más allá de la propia casa; a convertirnos en buscadores y caminantes de esa nueva ruta que diseña el Señor. 
    La fiesta de la Epifanía celebra el derrumbamiento del muro que separaba a los hombres, haciendo de todos un solo pueblo (Ef 2,14; 3,6). Es la fiesta del ecumenismo de la salvación realizada en Jesucristo, en quien “no hay judío ni griego…, porque todos son uno en Cristo” (Col 3,11).
     El Dios que nace en Belén no es el Dios de un pueblo o de una raza, sino el Dios de todo hombre. La luz que nace en Belén no puede quedar aprisionada bajo los estrechos marcos de una religión nacional, por eso sube, en forma de estrella, al firmamento, para encender la esperanza de todas las naciones y alumbrar sus pasos en la búsqueda de la Verdad.
    El relato evangélico aporta, por su parte, lecciones de gran calado. La presentación que hace de los Magos rebasa el interés de lo anecdótico, para presentarlos como figuras significativas para la vida cristiana.
Desde una situación de búsqueda, abiertos a la Verdad, aún no conocida pero presentida y deseada, al menor indicio abandonan sus seguridades y se ponen en camino. Y, peregrinos de la verdad y de la fe, preguntan, investigan y, por fin, se postran ante la Verdad, a la que ofrecen sus presentes. Buscadores de la Verdad, que no se sienten defraudados al encontrarla en la pobreza.
    Actitudes ejemplares y poco comunes. Porque existe el peligro, y el mismo relato evangélico lo subraya, de adoptar ante la Verdad una actitud hostil (la de Herodes) o indolente (la de los Sumos sacerdotes y letrados de Jerusalén).
    Desde esta celebración podríamos someter nuestra vida a preguntas como éstas: ¿Hemos visto nosotros su estrella? ¿Nos ponemos en camino o permanecemos indolentes, descansando en nuestras seguridades? ¿Sentimos pasión por alumbrar la ruta de los hombres con la luz del Evangelio? ¿Somos estrellas para el mundo?

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Ha brillado en mi vida la “estrella” del Señor?
.- ¿Qué ilusión alimento en la Epifanía de Jesús?

.- ¿Es mi espiritualidad la del “buscador” de la Luz?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.

jueves, 2 de enero de 2014

SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE NAVIDAD -A-


1ª Lectura: Eclesiástico 24,1-4. 12-16

    La sabiduría hace su propio elogio, se gloría en medio de su pueblo. Abre la boca en la asamblea del Altísimo y se gloría delante de sus Potestades. En medio de su pueblo será ensalzada y admirada en la congregación plena de los santos; y recibirá alabanzas de la muchedumbre de los escogidos y será bendita entre los benditos. Entonces el Creador del universo me ordenó, el Creador estableció mi morada: Habita en Jacob, sea Israel tu heredad. Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y no cesaré jamás. En la santa morada, en su presencia ofrecí culto y en Sión me estableció; en la ciudad escogida me hizo descansar, en Jerusalén reside mi poder. Eché raíces en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad.

                                   ***                  ***                  ***

    El texto pertenece a lo que se considera el capítulo central del libro del Eclesiástico. Es la cumbre de la reflexión veterotestamentaria sobre la sabiduría de Dios. Una sabiduría que hunde sus raíces en la historia y geografía humanas. Y es en la Navidad de Jesús donde se revela ese  enraizamiento de Dios, de su Sabiduría. Una Sabiduría paradójica, manifestada en la humildad de Belén y en la locura de la Cruz.

2ª Lectura: Efesios 1,3-6. 15-18

    Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales, en el cielo. Ya que en El nos eligió, antes de la creación del mundo, para que fuésemos santos e irreprochables en su presencia, por amor. Nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo, conforme a su agrado; para alabanza de la gloria de su gracia, de las que nos colmó en el Amado. Por lo que yo, que he oído hablar de vuestra fe en Cristo, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mi oración, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama y cuál la riqueza de gloria que da en la herencia a los santos.

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    Cristo no es solo la encarnación de la Sabiduría de Dios, sino que también encarna su Bendición. En El hemos sido elegidos para ser santos, y predestinados a ser sus hijos adoptivos. Una “adopción” que no rebaja la calidad de la filiación sino que la revalida (cf Jn 1,13). En el mundo greco-romano la filiación meramente natural, para gozar de legitimidad legal, necesitaba el reconocimiento oficial de la adopción. El cristiano debe ser consciente de ello, de que ha sido reconocido, adoptado por Dios como hijo.

Evangelio: Juan 1,1-18

     En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió…
    La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad….

                                   ***                  ***                  ***

    En el prólogo del IV Evangelio halla su plenitud la reflexión sapiencial sobre la Sabiduría de Dios. Hasta donde no llegó el pensamiento humano, porque no podía llegar, llegó la iniciativa del amor de Dios. En el nacimiento de Jesucristo se ha manifestado en plenitud la revelación de la Bendición de Dios. Jesús es el HOY exhaustivo de Dios (cf. Heb 1,1-2).

REFLEXIÓN PASTORAL

    El sucederse, casi el precipitarse de estos días de fiesta navideños, con todo lo que de ruido y agitación comportan, no debe impedir una vivencia profunda del misterio. Y es que la Navidad, además y por encima de la escenografía tradicional, tiene un contenido muy preciso: el misterio, que a la vez es buena nueva, de la presencia de Dios entre los hombres, para los hombres y por los hombres.
Presencia gratuita (Jn 3,16; Tit 3,5). Presencia que es bendición  (Ef 1,3); luz (Jn 1,9); elección y vocación (Ef 1,4-5); riesgo (Jn 1,5.11); solidaridad y compromiso  (Jn 1,14). Cuando lo más fácil y cómodo es desentenderse, evadirse, “pasar”... Dios se hace presente. En realidad nunca estuvo ausente... Pero la Navidad supera todos los esquemas y modos precedentes.
    “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres...; hoy nos ha hablado en su Hijo” (Heb 1,1-2). Efectivamente, Jesús no solo nos dice que Dios está cerca, sino que es Dios-con-nosotros; no solo nos habla de Dios, sino que es Dios hecho Palabra. En Jesús Dios deja de estar de parte del hombre, para hacerse hombre. Sí, en Jesucristo Dios se ha embarcado con el hombre en la tarea de erradicar toda dolencia, cargando él personalmente con nuestras dolencias; en el empeño de vencer al hambre, convirtiéndose en Pan; en liberar al hombre de la fe en el poder de la violencia, rechazándola en legítima defensa propia y convirtiéndose en nuestra Paz; en liberar al hombre del afán de poder, convirtiéndose él en servidor; en destruir el odio, mediante una vida al servicio del amor; en vencer a la muerte, mediante su propia muerte...
    Este es el gran contenido de la Navidad: Saber y sentir a Dios-con-nosotros. Y la gran pregunta es: Si Dios está con nosotros, ¿nosotros con quién estamos? ¿Con Dios? Lo sabremos si “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los que sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo” (GS n 1).
    La Navidad no puede celebrarse sin este subrayado: es la fiesta de la presencia de Dios que nos urge a hacerle presente en la vida.

REFLEXIÓN PERSONAL

.- ¿Celebro en la Navidad mi propia filiación divina?
.- ¿Percibo en mi vida esa “presencia” de Jesús?

.- ¿Siento el paso de la Navidad por mi vida?

DOMINGO J. MONTERO CARRIÓN, OFMCap.